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    Cuando el oro pesa demasiado

    Nº 2134 - 5 al 11 de Agosto de 2021

    Algunos meses atrás, en una de nuestras columnas semanales, confesamos que nos parecía improbable que, debido a esta muy dura pandemia que nos sigue azotando sin piedad, pudieran finalmente llevarse a cabo los Juegos Olímpicos de Tokio, que —por esa misma causa— debieron suspenderse el año pasado. Sin embargo, el indeclinable empeño de los organizadores, un cierto repunte en los resultados de la lucha contra ese flagelo y la adopción de muy estrictas y rigurosas medidas preventivas respecto de los participantes han permitido finalmente que la cita olímpica se lleve a cabo, aunque el acceso del público a las distintas competencias aparezca sustituido con un ingenioso recurso televisivo que hace como si las tribunas estuvieran siempre colmadas.

    Desde siempre nos ha interesado preponderantemente este tipo de eventos, en especial por cuanto se dan cita en ellos los mejores cultores de absolutamente todas las disciplinas deportivas. Nuestro primer recuerdo, con apenas seis años de edad, data de los Juegos Olímpicos de Londres de 1948. Quizás esto pueda sorprender, pero resulta que supe seguirlo paso a paso porque un tío materno (Eduardo Folle) formaba parte del equipo de básquetbol que nos representó en ese magno evento y que —dicho sea esto de paso— obtuvo un muy honroso 5º puesto (prólogo de las siempre mayormente recordadas medallas de bronce en las subsiguientes justas de Helsinki 1952 y Melbourne 1956).

    La presente edición está aún en curso, pero ya se han dado algunos resultados inesperados y ciertas situaciones muy particulares, sobre las que habremos de ocuparnos. Entre estas últimas, hubo dos que tienen un común denominador, que demuestra la otra cara del éxito deportivo y, más especialmente, la enorme presión que tienen que soportar de forma permanente los deportistas de elite para estar siempre a la altura de los resultados que se esperan de ellos. Y de cómo puede llegar cierto momento (a veces al afrontar algún evento de importancia mayúscula) en que su cuerpo o en especial la mente no son capaces de resistir ese apremio, y dicen… ¡no va más!

    El primer caso fue el de la notable tenista Naomí Osaka, nacida en Japón, aunque radicada en EE.UU. desde muy pequeña. Un par de meses atrás decidió retirarse del prestigioso torneo Roland Garros de París, según luego declarara porque no se sentía “capaz de afrontar las conferencias de prensa”, por lo que fue duramente criticada e incluso multada y amenazada con sanciones de mayor gravedad por la Federación de Tenis de su país. Tampoco quiso participar del clásico torneo de Wimbledon, abrumada según dijo “de tener que ganar siempre”. Surge en un reciente documental de Netflix sobre su vida que —por exigencias de su padre haitiano— ella jugaba al tenis desde que tenía tres años y que debía hacerlo ¡hasta ocho horas por día! Y, casi como un presagio de lo que finalmente habría de ocurrirle, se le ve preguntar temerosa ante la cámara: “Qué pasaría si el mundo se detuviera. Si el tenis se detuviera”. Y ello en boca de alguien que sintió siempre el orgullo de ser una mujer negra y empoderada y una vocera inclaudicable de las causas en favor de gente de su mismo color de piel. Al punto, incluso, de haber hecho abandono de un torneo en su país tras un sonado caso de brutalidad policial durante el arresto de un ciudadano de su misma raza.

    Naomí Osaka llegó a estos Juegos en su país natal, orgullosa por haber sido la elegida para encender el tradicional pebetero olímpico. Sin embargo, cuando todos esperaban que se quedara con el título de tenis en la rama femenina… ¡fue eliminada en dos sets por una tenista ubicada en el lugar 42 del ranking del mundo!”. Y tras el lógico estupor llegó la duda de si, en función de lo acontecido en los últimos tiempos, esta tenista excepcional no estará por estas horas ante la dura disyuntiva de decidir si el tenis no pasará a ser una cosa del pasado para ella.

    El otro caso, quizás más resonante aún, fue el de la gimnasta estadounidense Simone Biles, clara dominadora de esa disciplina desde su formidable aparición en los Juegos Olímpicos de Río 2016. Esta chica estadounidense de color, hija de padres adictos a la droga y criada por sus abuelos paternos, tiene también una impresionante cosecha de títulos en campeonatos mundiales, al punto de ser considerara la gimnasta más completa de la historia, superior incluso a la legendaria Nadia Comanecci. Ya retirado Usain Bolt se daba por descontado que ella sería la figura más prominente de esta cita olímpica. Sin embargo, tras una falla impensada en su primer ejercicio (que le valió una baja calificación) se retiró intempestivamente al vestuario y, aunque regresó a los pocos minutos, ya no participó del resto de las pruebas; según se adujo por los responsables del equipo, por meras “razones de orden médico”. Sin embargo, entrevistada luego por la prensa, expresó: “Desde que entro al tapiz estoy yo sola tratando con demonios en mi cabeza. Y hoy no pude contener la lucha contra ellos. Es una mierda que haya sucedido en los Juegos Olímpicos”. Cuentan que Simone lloró acurrucada en un rincón del vestuario al enterarse de que los Juegos se posponían por la pandemia, pues ello la seguía vinculando al Comité Olímpico de su país, el mismo organismo que la había desprotegido cuando siendo apenas una niña quedó expuesta, al igual que otras compañeras, a los abusos sexuales de ciertos integrantes de su propio cuerpo técnico bajo el torpe pretexto de que eran parte de un entrenamiento muy duro.

    Aunque finalmente aceptó competir en la última prueba de barra (repitiendo el discreto bronce de los Juegos de Río) cabría suponer que su reinado en la gimnasta aparece comprometido. Difícilmente su mente pueda ya soportar esa exigencia de ganar siempre y de hacerlo cada vez mejor. Es que, a diferencia de los deportes colectivos, en los que solo basta con superar al ocasional rival, en las competencias individuales, además de ello, hay que luchar también contra ese cronómetro que corre inexorable, o contra ese listón colocado cada vez más alto. Lo que demanda obviamente un esfuerzo siempre al tope para seguir demostrándole al mundo —y eso parece ocurrirles a Naomí y Simone— que ellas son las mejores, las que nunca pueden permitirse un mal día o no sentirse en algún momento con las ganas o la fuerza suficiente para poder entregar lo mejor de cada una, o —para decirlo más precisamente— lo que la gente siempre les exige. La gimnasta lo confesó valientemente: “Muchas veces siento como si cargara sobre mis hombros el peso del mundo. Sí, ya sé; hago como si nada y hasta parece que la presión no me afecta, pero a veces se hace demasiado difícil”.