N° 1910 - 16 al 22 de Marzo de 2017
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En caso de que tengas dudas o consultas podés escribir a [email protected] contactarte por WhatsApp acáLa confianza en las instituciones del Estado es central en una sociedad. Cuando se fractura es difícil o casi imposible recuperarla. Un ranking de Factum de fines de 2016 ubica a la Policía en el segundo lugar de confianza detrás de los bancos. Por debajo están las Fuerzas Armadas, la Iglesia católica, el Poder Judicial, empresarios, sindicatos, Parlamento y partidos políticos.
Es el resultado de respuestas a la pregunta: “¿Cuánta confianza tiene usted en…?”. En la primera acepción del diccionario de la Real Academia, el vocablo confianza refiere a la “esperanza firme que se tiene de algo o de alguien”. Vale decir, lo que una persona espera sobre que algo funcione de una forma determinada, o de que otra persona actúe como ella lo desea.
Sorprende en ese ranking la ubicación de la institución policial porque mientras los consultados anónimos expresan su confianza crecen las protestas ciudadanas por la inseguridad, aumenta la violencia delictiva, hay menos efectividad para aclarar delitos, y varios policías terminan en la cárcel por actos de corrupción.
¡Atención! La corrupción no consiste solo en robar o en pedir dinero en forma irregular para hacer o dejar de hacer algo. No es solo un delito. Es un concepto mucho más amplio que implica la descomposición funcional, la falta de controles para evitar que eso ocurra, el abuso contra el ciudadano honesto y el resultado judicial. Es cuando aumenta el mal olor en Dinamarca.
La forense Zully Domínguez confiaba en el trabajo policial por su experiencia durante 28 años como forense del Poder Judicial. Hace un mes y medio su confianza se resquebrajó. Constató en carne propia el desborde de la autoridad, el abuso de poder, esas violaciones que suelen permanecer ocultas salvo en casos trágicos porque pocos se atreven a denunciarlo. Ella supone que influyó el hecho de ser mujer.
Mientras compraba en una frutería del Cordón ingresó un extraño que se saludó con el dueño y se fue. Regresó casi de inmediato y le arrebató al comerciante los $ 2.000 con los que Domínguez había pagado su compra. Desde allí la forense llamó a la Policía para denunciar el hurto. El dueño de la frutería trató de convencerla de que no valía la pena hacer la denuncia. Ella insistió.
El trámite comenzó en el patrullero. Una hora y media después le preguntó al policía si demoraba mucho. Le respondió: “¿Usted quiere hacer la denuncia? ¡Ahora espere! ¡Este es un patrullero, no una oficina pública!”.
Ante la insólita respuesta le preguntó: “¿Entonces tengo que entender que usted no quiere que yo haga la denuncia?”. El policía, un energúmeno autoritario, gritó para intimidarla: “¡Desacato!”. Vio que estaba indefensa y llamó con su celular a la jueza de turno Fanny Canessa sobre lo cual le informó al policía. Mientras hablaba con Canessa el funcionario volvió a gritarle: “¡Tráfico de influencias… tráfico de influencias!”.
Canessa escuchó la conversación hasta que el policía le ordenó a Domínguez que apagara el celular al mismo tiempo que con un chaleco antibalas la apretaba contra una pared presionando con su pecho el de la mujer como si fuera una peligrosa rapiñera y no una víctima. Intervino otro funcionario y le dijo que quedaba detenida e iba a ser conducida al Prado para revisión médica, lo que así ocurrió.
Luego la trasladaron a la seccional 5ª. Fue recién entonces que Domínguez se dio a conocer como médica y funcionaria judicial. Eso determinó la inmediata intervención del jerarca de la Comisaría, quien se excusó y le dijo que todo había sido un error, “un malentendido”, y la llevó de regreso hasta Rodó y Arenal Grande, donde había dejado su auto.
“Se me cayeron varios preconceptos. Me sentí humillada, impotente, avasallada. No dejo de pensar en el ciudadano que ante situaciones similares teme defenderse o carece de la posibilidad de asesorarse. Llegué a mi casa como si me hubieran dado una paliza física, anímica y psicológica: quienes debían protegerme me agredieron. Un mes y medio después no me he recuperado”, comentó Domínguez.
¿Cuántas situaciones similares ocurren cada día sin que los afectados se atrevan a denunciarlas y opten por tomar distancia de quienes tienen el deber de protegerlos?
A veces, por comodidad o cobardía, miramos hacia otro lado. El año pasado un amigo fue detenido por un piquete policial mientras conducía su auto sin violar ninguna norma. Preguntó sobre las razones de la detención y no le respondieron. Con tono autoritario le pidieron sus documentos, lo hicieron abrirse de piernas y poner las manos sobre el vehículo para cachearlo. Antes de dejarlo partir sin darle explicaciones lo insultaron. Grave error no haber hecho la denuncia.
A Domínguez no la torturaron ni la encarcelaron. Pero es igualmente grave. Violaron su dignidad y sus derechos y comenzó a perder la confianza en algunos policías que tienen la obligación de servirla y protegerla. Es lo que pretendía cuando llamó al patrullero.
Los hechos ocurridos hace un mes y medio los investigan la jueza Julia Staricco y el fiscal Gustavo Zubía, mientras los abusadores siguen trabajando. No importa que luego el Ministerio del Interior deba indemnizar a Domínguez por el daño moral sufrido.
No me extrañaría que a alguien se le ocurra arreglar este entuerto solo con un pedido de disculpas o sanciones administrativas. Sería una agresión más a la dignidad de Domínguez. A la de todos.