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    De artistas y funcionarios

    Columnista de Búsqueda

    N° 1939 - 12 al 18 de Octubre de 2017

    Estoy sentado en el asiento del pasillo del ómnibus. El traste sobre el plástico, leo un libro. Un muchacho joven, de barba, se planta justo al lado mío. Saluda, se acomoda la guitarra y arranca con un tema de John Lennon. Canta bárbaro, incluso cuando se mete en líos con el falsete. Me levanto para bajarme, le agradezco, le pongo un billete en el bolsillo (así no tiene que dejar de tocar) y me bajo pensando en si cumplirá o no con las condiciones que la Intendencia de Montevideo planea exigir a quienes cantan en el sistema de transporte colectivo. O si le alcanzará lo que gana para pagar los aportes sociales que le serán exigidos.

    Mientras camino hacia la casa, cerrándome la campera y cruzando el bolso, el joven músico del bondi me trae a la mente un brevísimo debate en el que me vi envuelto hace años, cuando afirmé que quizá no era conveniente concebir al Estado como el responsable de seleccionar, dentro del menú disponible, cuáles proyectos apoyar y cuáles dejar fuera del canon. Y que quizá fuera más conveniente concebirlo como una vitrina, como un expositor que, sin decidir sobre las cualidades de tal o cual género musical o literario, se dedica a difundir eso que ya está ahí, eso que hacen los creadores. La polémica se produjo porque esta visión fue considerada neoliberal o algo parecido. En fin, que el relajo duró dos notas y una carta del lector, y que a nadie, salvo a los implicados, el asunto le importó un rábano.

    A ninguno de quienes nos vimos enfrentados en aquel entonces se nos pasó por la cabeza que, tiempo más tarde, el Estado iría no solo a seleccionar qué cosas promover y qué cosas no, sino también a sugerir en las bases de concursos y certámenes, de qué temas es conveniente escribir o cantar. La pregunta clave ahí es: ¿conveniente para quién?

    La creación cultural, la artística en particular, no sigue la lógica de quienes gestionan el poder. La lógica del poder suele ser más cruda, más preocupada por tasar en términos políticos (en términos de futuros votos se podría decir) la eficiencia de sus acciones antes que por abrir espacios de libertad creativa. Y es lógico: quienes deciden cosas en el Estado están siendo sometidos al escrutinio público a través de sus resultados. Y su puesto y hasta la permanencia de su partido en el poder dependen de esos resultados. Al menos así es en donde existe una sociedad civil preocupada por los destinos de su voto y de sus impuestos.

    Desde esta perspectiva, no es raro entonces que la prioridad para los organismos estatales vinculados a la cultura sea, por lo general, apostar por acciones culturales de alto impacto, esas que garantizan una foto potente, una que pueda ser retenida por la retina de todos los votantes y potenciales votantes.

    Pero esa es la lógica estatal; la lógica de la creación es distinta, menos prosaica dada su naturaleza. Alguien me alcanzó una frase de Marc Chagall que resume bien la idea: “La dignidad del artista reside en su deber de mantener despierto el sentido de la maravilla en el mundo”. Es decir, en crear objetos y obras que actúen como disparador de nuestra sensibilidad. Que construyen esa materia única que nos hace humanos. Si, ya sé, esto suena a hippie trasnochado pero hasta donde entiendo el papel del arte es mantener entrenada nuestra capacidad de asombro y de goce estético. Es también uno de los motores que nos hemos dado para la reflexión y la crítica.

    Un amigo me decía hace tiempo que del vínculo entre el Estado y la cultura a él le quedaba la idea de que era imposible ser un rebelde subvencionado, ya que la subvención destruye el sentido de la rebeldía. Estando de acuerdo en lo esencial, tengo la impresión de que es posible un vínculo entre Estado y creación, o entre Estado y cultura (en su sentido más acotado a lo artístico) que no implique un sesgo ideológico evidente. Y es que el error es pensar que el gobierno, además de dedicarse a gobernar, debe destinar parte de sus recursos a decirle al ciudadano qué cosas le conviene crear y qué cosas no.

    Además, no toda la creación es susceptible de encontrar acomodo en un formulario o en un festival multitudinario. De hecho, buena parte de la creación que funciona en los formatos más populares no necesita de la presencia del Estado para existir: el mercado ya se encarga de su viabilidad. Por eso quizá convendría revisar a fondo los conceptos fundamentales que se levantan detrás de las políticas culturales actuales. Eso serviría para afinar la puntería en las intervenciones estatales, evitando duplicaciones que, por lo general, terminan debilitando al ya de por sífrágil tejido de actores privados del sector.

    Por poner un ejemplo, si en una población de la periferia de Montevideo viene funcionando un centro cultural ejemplar, bancado desde hace más de una década por sus gestores, quienes hasta pierden plata para mantener el lugar abierto y dar una opción cultural que de otra manera no existiría, habría que pensar de qué manera puede intervenir el Estado sin que esto implique competencia desleal. Hacer actividades “gratis” en ese pueblo sería desleal precisamente porque no son gratis, sino que se hacen con dineros de todos, hasta de esos mismos privados con quienes se compite. Seguro que es posible hacer esa actividad estatal en el pueblo de al lado, donde no existe el mencionado centro cultural.

    Por poner otro ejemplo: si un colectivo de hip hop que se dedica a dar talleres y educar en esa cultura global a niños y jóvenes de una zona socialmente precaria, viene logrando un alto impacto, es desleal usar su nombre desde el Estado para anotarse como propios sus logros. Especialmente cuando dicho colectivo hace bandera de su independencia y de su capacidad de autogestión. Es decir, no todo vale a la hora de intentar capturar réditos culturales ajenos a cuenta de futuros votos que se desean propios.

    La relación entre Estado y cultura puede ser revisada, pero eso implica desarmar muchas de las categorías que hoy se asumen como parte del sentido común. En algún momento de nuestra historia alguien, muchos, decidieron que tenía sentido invertir en un ballet, orquestas, coros y demás. Quizá sea un buen momento para sacar una nueva foto y preguntarse colectivamente hacia dónde queremos ir. Casi todos los países del entorno se hicieron estas preguntas hace ya muchos años.