Habiendo visto parte de lo sucedido, e imaginando el resto, me atajó mientras yo intentaba pasar de largo y me preguntó, en su tono más serio, a dónde pensaba que iba yo. ¿Quizás a hablar con la dueña de la ventana y disculparme? Mi silenciosa negativa le hizo llevarme al banco de madera que entonces engalanaba el frente de la mayoría de las casas (y nadie robaba), y luego de sentarse, y pedirme que también lo hiciera, comenzó:
“Mira, hijo mío, lo que sucedió fue un accidente, lamentable pero propiciado… Mmm, no sabes qué quiere decir eso, ¿no? Bueno, que no hubiera ocurrido si ustedes no hubieran estado jugando allí para empezar. Como te decía, un accidente, pero que resultó en daño. Afortunadamente no hay heridos, pero hay dos vidrios destruidos, vidrios que eran de nuestra vecina y le protegían del viento y el frío. Y tú ibas a escaparte, ¿no? Sí, ya sé que eran como ocho jugando y todos escaparon al instante. Pero ellos son hijos de otros padres y tú eres mi hijo. Sí, yo mismo recuerdo que esos vidrios estaban rajados, ya sé. Y bien, puede ser que los pelotazos que le pegaron tus compañeros un rato antes les hubieran debilitado, pero…hijo, recapitulemos. Los hechos son: no es correcto jugar en la calle, tú lo hacías, tú pateaste la pelota, la pelota se desvió y pegó en la ventana, y los vidrios se rompieron. Con esos hechos, sin agregar ni quitar nada, dime, hijo: ¿quién crees que rompió esos vidrios?”.
Mi contestación fue bajar la vista hasta la Fosa de las Marianas, enrojecer, y suspirar. Yo ya sabía que había sido yo, y él también. Lo preguntaba porque era su manera de hacerme entrar en tema, nada más.
“Bien, me imaginé que coincidirías conmigo. Entonces ahora tenemos que pensar juntos en qué hacer para enmendar esto, ¿no? Sería lo apropiado, ¿no? ¿O te parece, hijo mío, que escaparte corriendo apostando a que nadie te hubiera visto era la respuesta apropiada?”.
Claro que me parecía, pero seguí observando atentamente la Fosa de las Marianas, porque sabía que él sabía que yo sabía que recién estaba comenzando. Iba hacia un objetivo y no pararía hasta lograrlo.
“Bien, veo que hemos avanzado mucho, hijo, estoy orgulloso de ti. No me has intentado dar ningún argumento ridículo que pretenda ocultar ni la gravedad de los hechos ni tu responsabilidad en ellos. Creo que estás en camino de convertirte en un hombrecito de bien”.
Casi me sonrío, porque me estaba alabando por algo que hasta ese momento no había cruzado mi mente. Pero me gustó que se sintiera orgulloso. Me hizo sentir grande, importante. Yo amaba mucho a mi padre. Comencé, lentamente, a elevar mi vista. A la Fosa de las Bahamas, digamos. En esa época, a un padre no se le miraba mucho cuando estaba ejerciendo soberanía.
“Mira, hijo, me gustaría saber qué opinas tú; pero yo creo que lo apropiado, para empezar, sería que cruzaras la calle, tocaras el timbre, le pidieras a Doña Mercedes para hablar con ella, y luego le contaras que tú rompiste, sin querer, su ventana…pero solo eso. Vas a hacer algo muy importante, y muy valioso: vas a admitir que te equivocaste, que hiciste algo mal. No lo desvalorices intentando rebajar tu culpa. Tus amigos, si son personas de bien, harán lo mismo, a su turno, sin inculparte. No los menciones a ellos, o al estado del vidrio, o los pelotazos previos. No pongas tú los atenuantes. Deja que los averigüe ella. Sé un hombrecito de bien y reconoce tu falta sin ampararte en excusa alguna. ¿Crees que ese sería un buen proceder, hijo mío?”.
El volumen de mi “Sí, papá” fue tan bajo que creo que me leyó los labios, no lo pudo haber oído. Mi vista ya llegaba a la altura del segundo botón de su chaleco. No pasaría de allí por un tiempo. Estaba comenzando a sentirme avergonzado.
“¡Ese es mi pollo, mi hijo adorado! ¡Valiente y responsable! ¡Qué orgullo siento de ser tu padre! ¡No te imaginas la emoción que siento al ver que razonas de esa manera! Ya vas a ver que no es ni tan difícil, ni tan inútil como crees. Quizás no ahora, pero con el tiempo vas a entender que admitir tus faltas, sincera y prontamente, te libera, te hace sentir mejor, y lo que es más importante, te hace mejor. ¡Cómo te quiero, hijo!”.
Me abrazó, y la intensidad de su amor me anegó los ojos. Yo también le quería más de lo que podía expresar. Me colgué de su cuello, y en un momento de extraña confusión, tuve un destello de idea que traté de expresarle entre tartamudeos. Es que estaba muy emocionado.
“P...p...pero quién…c...c...cómo…los vidrios…hay que reponer…”.
“Sí, hijo, es cierto, hay que reponer esos vidrios. Tú los rompiste, deberías reponerlos. ¿Qué crees que sería más apropiado? ¿Que los pagara yo o que eso saliera de tus ahorros?”.
De pronto, sentí una extraña calma interior. Levanté la vista, le miré a los ojos, serenamente, y le dije, sin tartamudeos ni dudas: “Yo, papá. Con mis ahorros”. En aquella época, no toda tarea que hiciera un niño se consideraba trabajo infantil. Durante un año yo había hecho una serie de tareas veniales para los vecinos, que me retribuían con propinas que yo guardaba celosamente para poder comprarme una bicicleta “de media carrera” con que sustituir la pesada Peugeot que había heredado de una tía. Bueno, no sería este año. Pero fue lo que me pareció más apropiado.
“Bien, hijo”, dijo, con un tono extrañamente suave y cariñoso. “Hagámoslo. ¿Quieres que te acompañe?”.
“No, papá, gracias. Mejor voy ya a hablar con ella, tengo que ir también al vidriero. ¿Puedo usar tu metro para medir los vidrios?”.
Mi padre me miró como nunca lo había hecho antes; parecía sorprendido y complacido al mismo tiempo. Por alguna razón, no emitió sonido, me dijo que sí con la cabeza. Fuimos juntos a buscar el metro, me acompañó hasta el portón del jardín de Doña Mercedes y se quedó luego esperándome en el banco, sentado, siempre con esa expresión rara en su rostro.
Doña Mercedes no me comió; al parecer no era caníbal. Ni siquiera era tan mala. Me alabó mucho mi actitud, me convidó con una exquisita torta de naranja y ese día iniciamos una amistad que duró hasta su muerte. Pero eso es otra historia. Yo quería compartir esta con ustedes, en honor a mi padre, que me formó en lo que hoy soy.
Se ve que Astori y Vázquez también fueron formados en valores. Algunos de mis amigos me dicen que no sea tonto, que lo que hicieron fue un golpe de efecto aconsejado por un publicista amigo, una especie de “spin doctor” que les aconsejó aceptar responsabilidad ahora, para evitar que les persiguiera luego más cerca de tiempos electorales. Me niego a creer eso. Creo sinceramente que ellos se sintieron responsables y salieron a decirlo. Es cierto, se responsabilizaron y a continuación empezaron a tratar de disminuir su culpa hablando de los pelotazos anteriores. Pero eso es entendible. No es fácil evitar la tentación de socializar las culpas y no tuvieron la oportuna presencia de mi padre para explicarles que, de esa manera, bastardeaban su propia acción. Pero yo sé que tengo razón y sus próximos actos lo demostrarán. Por eso estoy esperando, atentamente, sus próximas declaraciones, donde seguramente nos explicarán cómo van a reponer los vidrios, por así decirlo. Son trescientos y pico millones de dólares. Seguramente no podrán comprarse ni la bicicleta de media carrera ni ninguna otra cosa por mucho tiempo; pero sentirán el profundo placer de haber hecho lo correcto.
No podemos pretender que lo devuelvan todo de una, Antonini Wilson no viene ya por estos pagos; con que sea en cuotas alcanza. Pero espero que muy pronto nos informen cómo y cuándo empiezan a reponer el dinero que nos hicieron perder a todos, por haberse “equivocado” al hacer lo que nosotros les pagamos un excelente sueldo para que hicieran bien.
¿Qué cree, Sr. Director? ¿Tendré que sentarme a esperar en el banco de madera o cree usted que esto sucederá pronto?
Juan M. González
CI 1.074.057-1