Nº 2106 - 14 al 20 de Enero de 2021
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En caso de que tengas dudas o consultas podés escribir a [email protected] contactarte por WhatsApp acáLos cinéfilos sabrán reconocer que ese es el título de una película argentina del año 1993 que, más allá de sus relativas cualidades, tuvo cierta resonancia por haber tenido como protagonista a un actor de fama internacional como Marcello Mastroianni, y también —para quienes nacimos de este lado del Plata— porque una buena parte de su contenido fue filmado en el Barrio Histórico de Colonia del Sacramento. Pero si lo hemos elegido para identificar esta columna es porque en ella habremos de ocuparnos de un inédito torneo internacional de fútbol, que se organizara y disputara en nuestro país —con el aval de FIFA y la participación de las selecciones nacionales que habían salido campeonas del mundo— y que fuera ganado brillantemente por el representativo celeste. Con la particularidad de que es el único país que ostenta ese lauro, pues nunca ha vuelto a disputarse un evento de esas mismas y específicas características. Sin embargo (y de ello nos ocuparemos más adelante), esa conquista sin parangón alguno se ha visto injustamente relegada en la consideración de nuestra afición, tal como si a su respecto pesara un estigma que le ha condenado a un inmerecido ostracismo. Tanto que, cuando pretende hablarse de ella, debe descorrerse un velo tan arraigado como inconsistente. Lo que configura una verdadera injusticia para quienes en aquel momento, tanto fuera de la cancha como dentro de ella, contribuyeron a la concreción de ese exitoso e impar emprendimiento.
Por estos días se cumplen 40 años de esa inigualada conquista, y por tal razón se han hecho un sinnúmero de notas evocativas respecto a la génesis y el desarrollo de ese torneo (cabe recomendar una excelente reseña del colega Luis Prats en la página oficial de la AUF), a cuyo respecto haremos alguna mención, aunque —lo adelantamos— no habrá de ser ese el centro de nuestro análisis.
En los últimos días del año 1980 y en los primeros del siguiente, la Asociación Uruguaya de Fútbol (y vale enfatizar en ello) invitó a todos los países que habían obtenido un campeonato del mundo a disputar en nuestro país la Copa de Oro de Campeones del Mundo (o más comúnmente Mundialito). La aceptación fue casi unánime, pues comparecieron Italia, Brasil, Alemania, Argentina y —ante la solitaria deserción de Inglaterra— la selección de Holanda, vicecampeona de los dos mundiales anteriores, de 1974 y 1978. Con anterioridad, y en nuestro país, se había hecho algún intento en tal sentido, el que no había prosperado, siendo decisivo en esta oportunidad el apoyo del entonces titular de la FIFA João Havelange, quien estuvo un año antes en Montevideo en una reunión del Comité Olímpico Internacional (COI). Pese a que las fechas no eran las más propicias, todos los invitados concurrieron con sus mejores estrellas. Así, Argentina trajo la plana mayor que obtuviera el título un par de años antes (con Fillol, Passarella, Gallego, Ramón Díaz y Ardiles, entre otros, junto con el incipiente Diego Armando Maradona, y César Luis Menotti como director técnico). Alemania Federal incluía a futbolistas de la talla de Schumacher, Brieguel, Müller y Bonhof; Italia a la que sería la base que obtendría el nuevo título en 1982, con Tardelli, Cabrini, Schirea, Conti y Altobelli; Brasil trajo valores de la jerarquía de Oscar, Toninho Cerezo, Junior y Sócrates; en tanto que Holanda, en pleno proceso de renovación, apareció algo raleado en sus filas, donde se destacaban los hermanos Van der Kerkhof.
Los seis participantes se dividieron en dos series, cuya conformación se sorteó con bastante anterioridad: Uruguay, Holanda e Italia en una, y Brasil, Argentina y Alemania en la otra. En cada una jugarían todos contra todos (3 partidos) y los ganadores disputarían la final. Uruguay ganó la suya, triunfando ante Holanda por 2 goles a 0 (Venancio Ramos y Waldemar Victorino) y luego ante Italia por el mismo score (Julio C. Morales de penal y Victorino). En la otra serie, Argentina derrotó a Alemania por 2 goles a 1; en el segundo partido hubo empate con Brasil en 1 gol por bando (Maradona anotó el gol albiceleste), y en el cotejo decisivo Brasil goleó sorpresivamente a Alemania 4 a 1, clasificando a la final frente a nuestro representativo y dejando afuera a Argentina, el campeón vigente hasta esa fecha.
La final se jugó el 10 de enero de 1981, ante un atiborrado y remozado estadio Centenario. Uruguay formó con Rodolfo Rodríguez en el arco; Diogo, Olivera, De León y Daniel Martínez, como zagueros; De la Peña, Krasowsky y Ruben Paz, en la media cancha y Ramos, Victorino y Morales en la ofensiva. Barrios —que había ingresado por De la Peña— anotó al comienzo del segundo tiempo, pero Sócrates empató de penal. Y ya cerca del final, Waldemar Victorino marcó el gol que sería el de la victoria. Era el merecido premio de un equipo que, con Roque Gastón Máspoli y el profesor Jorge Trigo a la cabeza, había hecho una preparación larga y sacrificada, lo que permitía augurar un futuro promisorio para las instancias venideras. Sin embargo, ese pronóstico se hizo añicos pocos meses después, pues Perú nos dejó fuera de la instancia clasificatoria para el Mundial de España de 1982.
Pero no solo el gozo por la obtención del Mundialito resultó efímero, sino que tampoco ha perdurado en el tiempo el recuerdo de aquella hazaña inigualada. Ha existido de parte de algún sector de la sociedad, alimentado por cierta parte del periodismo, la afirmación de que, en rigor, detrás de esa conquista deportiva estuvo el interés del régimen autoritario —ilegítimamente instalado por entonces en el poder— para mejorar su imagen ante la sociedad, cumplida una instancia plebiscitaria que suponía habría de serle favorable (y que rotunamente no lo fue). Pudo haber contribuido a esa inexacta apreciación el antecedente de la Junta Militar de la Argentina, incidiendo directamente en la concreción y ejecución del Mundial de 1978, y la presencia de un oficial naval (el capitán Yamandú Flangini) al frente de la AUF. Sin embargo, tenemos el absoluto convencimiento de que el mérito de haber organizado y concretado ese torneo radicó exclusivamente en el denodado esfuerzo de muchos dirigentes, entre ellos, y fundamentalmente, el de Washington Cataldi, conectándose con el empresario Ángelo Vulgaris y el por entonces poco conocido Silvio Berlusconi para concretar la comercialización y televisación del evento. Ello, claro, sin perjuicio de que el régimen de facto haya utilizado ese resonante éxito deportivo para mejorar su ya deteriorada imagen.
Y duele que haya perdurado esa incierta y politizada versión (hasta en la película que evoca dicho acontecimiento), pues ha opacado un hecho deportivo único y exclusivo, dejando a sus protagonistas en el campo de juego sin el pleno y merecido disfrute de la incomparable hazaña de la que fueron parte; y de la que poco se habla.