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    Delicada y triste historia

    Nº 2137 - 26 de Agosto al 1 de Setiembre de 2021

    A mediados de la década de 1910, decenas de niños pobres del barrio Balvanera, en Buenos Aires, solían congregarse armando un alegre alboroto en una vieja casona de la entonces calle Laprida, hoy Agüero, en cuyo patio, de tanto en tanto, un inmigrante italiano ofrecía su desprolijo espectáculo de títeres. Entre ellos había una niña de seis años llamada María que, por su escasa estatura, se subía a un precario banquito de madera y desde allí demostraba ser la más curiosa y, por sus exclamaciones, también la más imaginativa. Casi siempre cerca de ella, otro niño se distraía mirándola, emocionado.

    Se hicieron amigos y en él, al paso del tiempo, creció un sentimiento que nunca se animó a confesar. Y ese tiempo se llevó al hombre de los títeres, a sus personajes y también a aquella niña, ya una adolescente, que se fue del barrio sin que nadie supiera adónde y jamás regresó. El ahora jovencito la buscó con tesón y, al fin, cuando ya tenía 20 años, la halló en un oscuro cabaré del Abasto, trabajando de copera. Ya no se veía alegre sino ajada, gastada por una vida que seguramente no soñó.

    Se ha dicho hasta el hartazgo que el tango ha construido novelones al estilo de teleteatros caribeños de tres minutos. Es injusto. No siempre ha sido así, porque sus poetas han buceado en sus propias peripecias o en las confesadas por alguien.

    La historia de la niña que amaba los títeres y terminó en lo más oscuro de la noche es real. Su descripción, delicada y triste a un tiempo, anida en el tango Marioneta —registrado con el subtítulo de La pobre muchacha del Royal—, que tiene música de Juan José Guichandut y cuya letra, cuidada y suave, creó Armando José María Tagini, cantante y compositor que murió con poco más de 50 años y hoy no tiene el recuerdo que merece.

    Tagini era aquel niño del amor inconfesado y el veinteañero del desconsolador encuentro final.

    Fue, desde muy joven, empleado de ferrocarriles, ambiente donde conoció a Francisco García Jiménez y Rafael Tuegols, quienes lo introdujeron en el universo del tango. Aunque no estudió, tenía una voz naturalmente afinada y se inició como cantante durante la década de 1920 en la orquesta de Anselmo Aieta. Por razones que desconozco, jamás grabó un disco y dejó de cantar, para dedicarse a la poesía, a los 30 años de edad, aunque lo llegaron a llamar “El caballero cantor” antes que a Corsini.

    Empujado por los gustos de la época, se inició con el lunfardo —Gloria y La gayola son ejemplos emblemáticos— pero rápidamente, a partir de su gusto por la buena literatura, alcanzó en sus letras una calidad respetable que demasiados han olvidado: por caso, Misa de once, Perfume de mujer, Mano cruel, El último acorde, el vals Manos blancas y, precisamente, Marioneta:

    —Tenía aquella casa no sé qué suave encanto / en la belleza humilde del patio colonial, / cubierto en el verano por el florido manto / que hilaban las glicinas, la parra y el rosal. / ¡Si me parece verte! La pollerita corta, / sobre un banco empinadas las puntas de tus pies, / los bucles despeinados y contemplando absorta / los títeres que hablaban inglés, ruso y francés…

    A partir de esas obras se mantuvo en la línea estética que, con matices, crearon José González Castillo, su hijo Cátulo, Enrique Cadícamo y, especialmente, Homero Manzi.

    Pero del tiempo inicial hay una anécdota imperdible de Tagini con Gardel y Razzano, de quienes fue amigo. El gran cantor, ante una letra del poeta, insistió en que no se podía usar la misma métrica de los versos de Mano a mano —que así le parecía— sin incurrir en plagio. Tagini le pidió la música a su antiguo compañero Tuegols y salió La Gayola, cuya partitura entregó a Gardel y este, sin tocar un detalle, con sorpresa y entusiasmo, la grabó de inmediato, corriendo 1927.

    Ese hombre, al que pocos logran rescatar del olvido, declaró cerca del final de su vida, en 1962: —Extraigo los motivos de mis canciones de la vida misma, de todo aquello que veo y me conmueve, agregando mi propia emoción.

    —Los años de la infancia risueña ya pasaron / camino del olvido, los títeres también. / Piropos y promesas tu oído acariciaron; / te fuiste de tu casa, no se supo con quién… / Y allá entre bastidores, ridículo y mezquino, / claudica el decorado sencillo de tu hogar, / y vos, en el proscenio de un frívolo destino, / sos frágil marioneta que baila sin cesar…