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    Demasiada belleza

    Nº 2101 - 10 al 16 de Diciembre de 2020

    Existía un hermosísimo campo donde la naturaleza se manifestaba en todo su virginal esplendor. Llanuras verdes, tan verdes que parecían recién pintadas, en las que reposaba el ganado apaciblemente, que veía caer el sol todas las tardes como en postales de ensueño. Un sitio donde la mezquindad y otros males contemporáneos no parecían tener cabida. En ese paraje maravilloso aterrizó una comunidad de artistas emprendedores, deseosos de compartir y disfrutar ante semejante naturaleza, y también con un buen dinero para comprar esas costosas hectáreas. Pero el dinero no importa, hablemos de arte. Pululaban los plásticos inspirados, los poetas y los músicos con nuevas ideas que amanecían bajo una luz radiante, el canto de los pájaros, y luego de un buen desayuno en comunidad y al aire libre ya estaban dispuestos a trazar con su pincel una figura, una mancha sublime, a concebir versos inusitados o notas musicales que, de acuerdo al entorno, deberían tener una sublime resonancia. Al tintineo de una campana almorzaban juntos, luego tomaban una siesta para levantarse más inspirados, realizaban sus creaciones y volvían a reunirse para la cena al llamado de la campana. Días y noches de reposo y armonía, trabajo e inspiración.

    Un día invitaron a compartir con ellos a un artista ligeramente atormentado por la ciudad y sus vaivenes discordantes, un sujeto algo díscolo y desajustado, como son la mayoría de los auténticos artistas y gran parte de los citadinos, la verdad sea dicha. Por supuesto, su extrema sensibilidad no le impidió ver las bondades a su alrededor, los bosques cercanos como llamas juguetonas al viento, los marmolados atardeceres rojos y sepias, incluso descubría colores nuevos en el horizonte. Se extasiaba con el canto de las aves, el suave trinar de un petirrojo aquí, el planeo de un carancho más allá, notas extendidas en un leve pentagrama ondulado, una sinfonía de ajustadas proporciones. Luz ideal, sonido ideal, imágenes ideales, exquisita comida preparada con amor y sin conservantes ni tóxicos. Pero no conseguía escribir una sola línea. Al atardecer todos compartían sus creaciones, pero pasaban los días y nuestro artista atormentado no lograba nada.

    Cierta noche límpida y estrellada comenzó a sentirse mal en la mesa. Pensó que, gracias al generoso vino de guarda que tenía enfrente, podía salir de la situación y se sentiría mejor. Pero fue peor. De pronto una enorme burbuja se concentró en su estómago. Intentó controlarla y dejarla ir paulatinamente sin que se notase, pero al primer intento, que ya fue un sonido abrupto y localizado, siguieron otros más fuertes, una sucesión interminable de pedos imposibles de contener que aplastaron como timbales wagnerianos el canto de los grillos y dejaron atónitos al resto de los comensales. Se puso de pie y antes de poder excusarse e ir a su habitación lo sorprendió un vómito atroz que salió con la presión de la manguera de un bombero y en el que creyó reconocer restos de la última cena navideña. Lo enviaron de vuelta a la ciudad, donde inmediatamente vio a su médico de cabecera. El diagnóstico fue rotundo: demasiada belleza.