Nº 2152 - 9 al 15 de Diciembre de 2021
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En caso de que tengas dudas o consultas podés escribir a [email protected] contactarte por WhatsApp acá“Estamos viviendo un genocidio por goteo, que en algunos países, y en algunas circunstancias, se convierte en un genocidio a chorro”, ha repetido en varias oportunidades el juez y criminólogo argentino Eugenio Zaffaroni. Se refería a la creciente cifra de niños asesinados, generalmente a manos de organizaciones delictivas.
El asunto, asesinatos de niños de entre 12 y 17 años, ha sido abordado por un grupo de investigadores uruguayos en el libro Relatos de muerte, que se presentará la semana próxima (Gabriel Tenembaun, Mauricio Fuentes, Nilia Viscardi, Ignacio Salamano y Fabiana Espíndola).
Hace unos días, el secuestro y asesinato de un joven de 18 años, Lucas Zanolli, por parte de una familia que fingió comprarle el auto y uno de ellos terminó ahorcándolo, espantó a la sociedad. Esa empatía con la víctima seguro se debió a que se trataba de un joven de clase media, no vinculado al delito, y a que su fresca cara se vio en redes sociales y medios.
¿Y qué del niño de 14 años asesinado a balazos el 13 de octubre en Las Acacias?; ¿o del otro, también de 14, que empujaron bajo un camión en los accesos el 30 de agosto de 2019?; ¿o los de 15 y 14 años asesinados de un disparo cada uno el 3 de abril de 2020 en el Cerro? ¿Qué cara tenían? A Lucas le gustaban los autos y un tío salió a jurar venganza en redes sociales. Y a estos, apenas tres de la veintena de niños uruguayos que cada año, al decir de Humphrey Bogart, viven rápido, mueren jóvenes y dejan un cadáver bonito ¿qué les gustaba? ¿Quién pidió justicia o venganza por ellos? Ningún comunicador comentó en TV, como lo hizo con Lucas, que la sociedad estaba consternada.
Detrás de la fragmentación social que se ahonda día a día de la mano de la pobreza y las débiles o ineficientes políticas de integración y movilidad social, se viene gestando una fragmentación de los sentimientos, de la empatía, del amor. Cuando entrevisté por primera vez al experto en temas carcelarios Jaime Saavedra, me sorprendió que alguien, en una nota sobre temas duros, un hombre curtido por haber caminado las peores cárceles, clamara por el amor como un elemento de las políticas públicas. Desde entonces tengo menos pudor para hablar de amor en este tipo de asuntos.
En su libro Emociones políticas, la filósofa estadounidense Martha Nussbaun sostiene que el liberalismo político “debe estar enmarcado, no solo en el respeto a las libertades políticas y a la igualdad de oportunidades, sino también a medios como la renta y la riqueza que permitan contar con bienes como la salud y la educación. El cuidado de la salud y la educación básica deben constituir entonces medidas de política pública para aumentar la probabilidad de que en el futuro a una persona no se le dificulte desarrollar emociones morales”.
En Uruguay, no bastaba con que los niños sean los menos contemplados en el monto de las políticas sociales, los que integran los hogares más pobres, los agredidos de manera masiva por sus propias familias, según datos de Uruguay Crece Contigo, sino que, además, se viene gestando contra ellos este genocidio del que habla Zaffaroni.
Y aunque la pobreza no sea la única causa de esta masacre infantil, es un hecho que los homicidios de niños se concentran en los cuatro municipios más pobres de la ciudad.
“Involucrados por la falta de necesidades en actividades violentas, terminan pagando las más caras de las cuentas a la hora del ajuste”, explican los autores de Relatos de muerte. El libro menciona el carácter del sicariato local y el término ajuste de cuentas, que en ocasiones no es ajuste ni hay cuentas pendientes. Solo violencia.
Durante 2017 se produjeron 23 homicidios contra niñas, niños y adolescentes en Uruguay. El 48% del total de los homicidios contra esta población tiene como motivo y/o “tipificación policial” el “conflicto entre criminales/ajustes de cuentas”.
Ante la insensibilidad que provoca la muerte de niños de entre 12 y 17 años cuando en la información está el término ajuste de cuentas o la presencia de delito en su entorno (“que se maten entre ellos”), los investigadores consideran que el fenómeno “amerita ser abordado en profundidad por la investigación criminológica nacional y por el campo de los derechos de niñas, niños y adolescentes en Uruguay, dando un foco teórico específico para explicar el fenómeno de este tipo de mortalidad juvenil en el total de los homicidios ocurridos contra esta población y pensar políticas sociales que permitan su prevención”.
Dicen que el término es una categoría “extremadamente amplia, difusa e imprecisa. Genera a su vez un punto de vista tal que, tanto desde los operadores policiales como desde la opinión pública, se perciba que si la víctima tenía antecedentes penales o es una persona que vivía en un barrio marginal, pueda aplicarse esa tipificación con una amplia discrecionalidad”.
De las 23 muertes que hubo en el país en 2017, el 70% ocurrió en Montevideo, y dentro de la capital el 88% se concentró en los municipios A, D, G y F, los de indicadores económicos menos favorables.
Si bien las mujeres adolescentes víctimas de homicidios tienen un tipo de vida diferente a la de los varones, uno de cada cuatro homicidios fue contra una mujer. El 78% de las víctimas anónimas que aparecen en la crónica roja asesinados, a veces por sus pares, a veces por motociclistas anónimos que pasan y tiran, a veces con decenas de balas en el cuerpo, en ocasiones mutilados y torturados antes de morir, tenía entre 12 y 17 años, delimitación de la población del estudio.
Estas situaciones se enfocarían “dentro del contexto social general de las desigualdades de poder, riqueza y autoridad en la sociedad industrial desarrollada”, dice el trabajo.
Los estudios muestran que allí donde las privaciones materiales son mayores, mayor es la probabilidad de ser víctima de violencia. La violencia de la pobreza. Existe “mucha distancia entre lo que ocurre en las zonas más precarias y en las más integradas. Los entornos en los cuales se visualiza más violencia física y verbal nuevamente se localizan en las zonas con peores indicadores socioeconómicos”.
Cualquier padre o madre de un hijo adolescente en un contexto de integración sabe lo difícil que es atravesar esa etapa de la vida, aun sin privaciones materiales. No hay que ser muy imaginativo para entender lo que pasa con quienes sí tienen esas limitaciones y no solo materiales, a veces hijos de reclusos, que están buena parte del día solos, rodeados por la influencia del narco en el barrio.
“Los jóvenes que viven en barrios pobres saben que el pasaje de la niñez a la adolescencia constituye un problema. Dejarán de ser vistos como actores vulnerables para pasar a ser experimentados como sujetos peligrosos, fuente de riesgo, inseguridad”, dice la publicación citando a Rodríguez Alzueta.
Explica que “en estos barrios se ha instalado un Estado de excepción en el cual la violencia física y sobre todo simbólica, pone en juego una economía y castigo moral, que legitima prácticas inmorales y fuera de la ley”.
Un papel central en estas muertes es la presencia permanente de armas de fuego, en un país en que, se estima, hay un arma cada tres personas, entre habilitadas e ilegales.
Una encuesta de IELSUR del año 2013 indicó que entre los adolescentes privados de libertad, el 91% dijo haber visto armas de fuego en su entorno, mientras que 81.8%, haber accedido alguna vez a un arma de fuego.
Estos jóvenes sobreviven “en situación de calle, prostitución, consumo abusivo de estupefacientes, tráfico de drogas y de armas, trabajo y explotación infantil, prostitución infantil, abuso y violencia física, violencia doméstica, temprana asunción de responsabilidades económicas en el hogar y exclusión del sistema educativo”. Y a pesar de haber sido víctimas sociales antes de ser víctimas mortales, su muerte violenta no causa empatía en el grueso de la población.
¿Será que los medios cumplen un papel generador de empatías o displicencia al relatar de una forma la muerte de un Lucas y de otra, o no relatar, la muerte de estos niños de la pobreza?
El libro de Nussbaum se enfoca en que “el compromiso con la libertad y la autonomía individuales por el que propugna el liberalismo no se puede cumplir si no es a partir del fomento de capacidades humanas entre las que se destacan emociones políticas como la capacidad de amar, de conmiserarse y de solidarizarse que permiten avanzar en los logros de la justicia social”.