Nº 2171 - 28 de Abril al 4 de Mayo de 2022
, regenerado3Nº 2171 - 28 de Abril al 4 de Mayo de 2022
, regenerado3Accedé a una selección de artículos gratuitos, alertas de noticias y boletines exclusivos de Búsqueda y Galería.
El venció tu suscripción de Búsqueda y Galería. Para poder continuar accediendo a los beneficios de tu plan es necesario que realices el pago de tu suscripción.
En caso de que tengas dudas o consultas podés escribir a [email protected] contactarte por WhatsApp acáEl trabajo de casi medio siglo para aplicar un Código del Proceso Penal (CPP) moderno y garantista sometido a manipulaciones corporativas o electorales, determina que sea la ley con mayores debates en la historia uruguaya. También la más estudiada y decidida por los mayores especialistas. El contrapeso es que a la mayoría de los ciudadanos los tiene sin cuidado. Una cultura histórica fomentada por los partidos centra sus intereses en política y economía y en batallitas de barrio antes que en una de las vías que puede definir parte de sus vidas. Lo quieran o no, más tarde o más temprano, se verán involucrados ante la Justicia penal por asuntos laborales, familiares o comerciales. Pero no hay vuelta que darle. Como reiteraba Jorge Traverso al cerrar el informativo de Canal 10: “Así está el mundo, amigos”.
A diferencia del resto del mundo, nuestra reforma procesal penal ha sido lenta y preñada de zancadillas. Desde 1878 el proceso penal se rigió por el Código de Instrucción Criminal de la dictadura de Latorre, hasta que en 1969 comenzó un estudio para cambiar esas normas medievales. Se designó una comisión de juristas, cuya opinión más tarde continuó el Ministerio de Justicia de la dictadura, que les cometió a los jueces Manuel Díaz Romeu, Juan Carlos Larrieux y Milton Cairoli un nuevo CPP que entró en vigor en enero de 1981 (Decreto-ley 15.032).
Pero a sus autores no les dio el cuero para acompasar las normas con los procesos del resto del mundo y, fundamental, lo que impone la Constitución. El proceso continuó básicamente inquisitivo (escrito, con la investigación y condenas a cargo de los jueces penales, y un misterio sacramental con el presumario). La intervención de los fiscales era tangencial e intervenían cuando ya estaba el pescado vendido. Fue por ese camino que el Consejo de Estado (sustituto durante la dictadura del Poder Legislativo) aprobó ese código que colide con los principios constitucionales que consagran las bases de un sistema acusatorio y que recibió varias advertencias, entre otras, de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos.
Durante su segunda presidencia Julio María Sanguinetti les cometió una reforma al juez Darío Peri Valdez y al penalista y académico Amadeo Ottati. Se aprobó en 1997 (Ley Nº 16.893) pero esta vez, cuando el código se aproximaba al proceso acusatorio, la falta de recursos (disponer de mayor número de fiscales, jueces, defensores de oficio y técnicos) determinó su prórroga hasta que en junio de 2002, cuando la economía estaba en llamas, el presidente Jorge Batlle lo suspendió definitivamente (Ley Nº 17.506). No tuvo más remedio. ¿Qué ciudadano, trabajador o empresario acuciado por el deterioro económico entendería que el Estado invirtiera millones en nuevos operadores para un código cuya contenido y esencia ignoraban?
Transcurrieron tres años hasta setiembre de 2005, cuando mediante la “Ley de humanización” (Nº 17.897) el presidente Tabaré Vázquez creó una comisión para la reforma del proceso penal. En esta acción tuvo un papel fundamental el secretario de la Presidencia, el penalista y catedrático Gonzalo Fernández, que bien conocía la urgencia y necesidad de ese código. Dicha comisión se integró con miembros del Poder Judicial, Ministerio Público, Defensores de oficio, Colegio de Abogados, Asociación de Actuarios, Universidad de la República (las privadas continuaban relegadas), funcionarios judiciales y un integrante del Ministerio de Economía y Finanzas. Más amplia y calificada, imposible.
La comisión realizó varias consultas, trabajó durante cuatro años y en mayo de 2010 le presentó al Poder Ejecutivo un proyecto definitivo a efectos de que lo remitiera el Parlamento. Se aprobó por la Ley Nº 19.293 de diciembre de 2014 con el voto unánime de todos los partidos, para entrar en vigor el 1º de febrero de 2017. La reforma —una verdadera revolución para el proceso— fue, como han destacado algunos especialistas, el resultado de una política de Estado al margen de intereses que pudiera tener un gobierno. Esto en un país embretado desde siempre en cuestiones e intereses partidarios, cuando no personales, resulta significativo.
Antes de que entrara a regir el sistema acusatorio con más celeridad y más garantías para las víctimas, también con la unanimidad partidaria, el 5 de agosto de 2015 el Ministerio Público dejó de ser una Unidad Ejecutora del Ministerio de Educación y Cultura, para transformarse en un servicio descentralizado (Ley Nº 19.334). Entre la aprobación del nuevo CPP y el servicio descentralizado en 2012, también por unanimidad, Jorge Díaz fue designado fiscal de Corte.
El contenido de esta columna le puede resultar farragoso al lector lego pero es necesario para evitar, o al menos alertar, sobre quienes puedan conducirlos por caminos que solo a ellos les interesan. Contribuye la ingenua complicidad o la desidia de algunos periodistas que dejan de lado la historia, a sus actores y el contexto y se deslumbran con luces de bengala.
Pese a las décadas que insumió la reforma, a la intervención de decenas de operadores y especialistas, y al apoyo de todos los partidos, ahora tres diputados oficialistas de segundo orden en sus colectividades, Eduardo Lust (Cabildo Abierto), Gustavo Zubía (Partido Colorado) y Mario Colman (Partido Nacional), impulsan reformas que parecen responder a intereses personales con la mirada en las elecciones de 2024. Se aferran a esas reglas de juego.
Se opta por más de lo mismo pese a que, como remarca Andrés Danza en su columna de la semana pasada titulada Una cuestión de supervivencia, “los tiempos cambiaron pero no las formas. Las reglas de juego con las que se rige la política son del siglo pasado o de antes inclusive. Son disposiciones que reflejan otro tiempo, muy distinto al actual, y eso fastidia a cada vez más personas. Sienten que los políticos, encargados de tomar las decisiones que los afectan en su día a día, viven en otro mundo, que les es ajeno y lejano”. Tendrán que hacerse cargo.