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    Destinos extremos

    N° 1978 - 19 al 25 de Julio de 2018

    El tango tiene una historia de origen confuso y añoso. Y abunda en personajes y acontecimientos. Por eso, no olvidar algunos testimonios representa una riqueza invaluable.

    La peripecia de las primeras grabaciones, por ejemplo, nos regresa a dos inmigrantes decididos que, a la búsqueda del mismo objetivo —la creación de un sello discográfico en estos lares—, enfrentaron los extremos del destino, el éxito y el fracaso, luego de lidiar con circunstancias dignas de un libro que hasta hoy nadie ha escrito.

    Hay consenso en que fue un italiano, Alfredo Améndola, quien llegó a Buenos Aires a inicios de 1909, quien primero se propuso crear una fonográfica nacional donde ningún artista o grupo que cultivase el tango o el canto criollo quedase sin grabar discos.

    En 1912 viajó a Alemania, acordó con una empresa el toque final del producto, compró una máquina grabadora, contrató a un técnico y obtuvo la licencia para comercializar los discos Atlanta, que registró en Argentina: allí se hicieron las tomas en base de cera y con megáfono, entre principios de 1913 y fines de 1915. De acuerdo al historiador Horacio Salas, eran discos de 25 centímetros de diámetro, de “corte directo” —proceso simple por acústica—, que se embalaban en cajas con felpa y se enviaban a la fábrica alemana para la matriz y el prensado. Retornaban en extensos viajes en barco.

    Améndola inauguró Atlanta el 31 de marzo de 1913, en un local de Esmeralda 274, frente al Teatro San Martín. Allí, en un estrecho galpón al fondo, grabaron Arturo De Bassi, Genaro Spósito, Roberto Firpo, Augusto Berto, Arturo Bernstein, Vicente Greco, Alfredo Bevilacqua y Prudencio Aragón; sus discos se vendían a dos pesos con cincuenta centésimos. Poco después, y hasta 1918, se agregaron, en otro sitio más grande, en Callao 350, la orquesta del Colón, Eusebio Gobbi, Ángel Villoldo, el payador Bettinotti y el actor Florencio Parravicini.

    Pese a que algunos aventurados lo han insinuado, Razzano y Gardel jamás grabaron con Améndola.

    Qué triste. La experiencia —de la que por fortuna se conservan decenas de discos— terminó en drama: la I Guerra Mundial frustró el contrato con los alemanes, aunque Améndola logró sacar hacia Buenos Aires un último embarque con miles de grabaciones; luego quiso continuar su negocio asociado a un comerciante de Porto Alegre —Canaro viajó a Brasil para grabar allá—, quien enviaba las copias en ferrocarril. Pero eran cantidades menores y de peor calidad y Atlanta se endeudó al punto de que su dueño remató las instalaciones y el equipamiento.

    ¿El golpe de gracia? Un torpedo hundió al barco alemán que se había arriesgado con aquella última carga.

    En cambio, para otro inmigrante con idéntica pujanza, Max Glucksmann, austríaco, el destino fue benigno. Con más experiencia que Améndola, instaló en 1915, en un galpón para depósito de películas del sello Pathé, donde trabajaba, una improvisada sala de grabación: allí sí, desde el inicio, Gardel y Razzano editaron sus primeras obras y El Mago, ya solista, hizo la placa oficial de Mi noche triste.

    Glucksmann fue un visionario y pronto supo que tenía entre manos un tesoro: por ello invirtió en un edificio de la avenida Santa Fe, zona llamada en la época el “Saint Germain porteño”, y hasta dos años más tarde, en 1920, grabó con nuevas tecnologías, en una suerte de altillo de 125 metros cuadrados, para su sello Odeón, hasta fines de la década de 1930: con la añeja parrilla de luces sobre el escenario, las paredes y el piso de pinotea sin daño excesivo, el lugar se conserva casi intacto, y dicen que allí flotan los espíritus de Gardel y las más importantes orquestas del tango de entonces envolviendo a quien entra con su emoción imperecedera.

    ¡El único problema era el calor que allí reinaba, al punto de que Gardel, más de una vez, se paró frente al micrófono en calzoncillos y camiseta!

    Y Max, el del destino exitoso y gran parte de la historia del tango, incluso disfrutó, antes del retiro, de una curiosa anécdota precisamente con Gardel: en 1924 una dama francesa adinerada, de nombre Ivonne, perseguía al hombre de la voz de oro con obsesión; cierta tarde, al ver a la mujer, presto a grabar pero harto de la persecución, se escondió en un pequeño montacargas por varias horas, hasta que vio el horizonte despejado. No obstante, ya era hora de actuar en una radio; sin el ensayo que también permitía la grabación, no hubo inconvenientes.

    Y Gardel se lució, como siempre.