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    Diálogo divino

    Columnista de Búsqueda

    N° 1879 - 11 al 17 de Agosto de 2016

    La diferencia entre los dioses y los hombres es que los dioses ven el futuro, lo conocen. Y ello es así porque son inmortales, porque en algún lugar de la rueda del tiempo se encontraron con los hechos que están equidistantes de todos los puntos que utilizamos los humanos para soportar las incógnitas de la inextricable vastedad que nos contiene. Para un hombre perdido en medio del mar la posición de una estrella puede prolongar unos años más su paso por este mundo; para un dios el Norte no significa nada, no dice nada, como tampoco dicen nada los días, las noches, las horas. Los dioses no desesperan por conocer.

    Por eso el exacto diálogo que mantienen Venus y Júpiter en el Libro Primero de la Eneida acerca de la suerte de Eneas, hijo amado de la bella diosa, constituye uno de los puntos culminantes de esa paciente organización del destino humano. Este diálogo es, podríamos decir, el cierre formal de la secuencia de la tempestad que comenzó en la nota anterior con el violento soliloquio de Juno, cuando en medio de su cólera decidió terminar con los días del héroe troyano desafiando de este modo la voluntad de Zeus, su esposo.

    En esta escena, Venus exige consistencia a la voluntad de Júpiter, que ha permitido la cruel intervención de Juno con severo riesgo para la vida de Eneas y de los pocos troyanos que se han salvado de la furia de los griegos. “Venus, en extremo triste, y arrasados los ojos de lágrimas, le habló de esta manera: “¡Oh, tú, que riges los destinos de los hombres y de los dioses con eterno imperio y los aterras con tu rayo! ¿En qué pudo mi Eneas, en qué pudieron ofenderte tanto los Troyanos, para que así, después de pasar tantos trabajos, se les cierre el paso a Italia por todo el orbe? Me habías prometido que de ellos, andando los años, saldrían los Romanos, guías del mundo, descendencia de la sangre de Teucro, los cuales dominarían el mar y la tierra con soberano imperio. ¿Qué te ha hecho ¡oh, Padre! mudar de resolución? Con esto, en verdad, me consolaba yo de la caída de Troya y de su triste ruina, compensando los hados adversos con los prósperos. Ahora la misma suerte contraria persigue a unos hombres trabajados ya por tantas aventuras. ¿Qué término das ¡oh, Gran Rey! a sus desgracias?”.

    Júpiter es conmovido por estas palabras e interviene desautorizando la actitud de Juno, y retoma parcialmente los versos de la introducción. A Eneas y a su estirpe les es dada la fundación de Roma. La función que cumple el discurso de Júpiter es la de ratificar el imperio de los hados —del orden cósmico— sobre los elementos perturbadores, que en este caso son representados por Juno.

    Júpiter despliega el libro del destino ante Venus; y le dice, no tanto para tranquilizarla, sino para que lo proclame, que la grandeza que aguarda a Roma no tendrá límites y será de paz: “No pongo a las conquistas de este pueblo límite ni plazo; desde el principio de las cosas les concedí un imperio sin fin. La misma áspera Juno, que ahora revuelve con espanto el mar, la tierra y el firmamento, vendrá a mejor consejo y favorecerá conmigo a los Romanos, señores del mundo, a la nación togada. Pláceme así. Llegará una edad, andando los lustros, en que la casa de Asaraco subyugará a Ftias y a la ilustre Micenas, y dominará a la vencida Argos. Troyano de esta noble generación, nacerá César Julio, nombre derivado del gran Iulo, y llevará su imperio hasta el Océano y su fama hasta las estrellas. Tú, segura, le recibirás algún día en el Olimpo, cargado con los despojos del Oriente, y los hombres le invocarán con votos; entonces también, suspensas las guerras, se amansarán los ásperos siglos. La cándida Fe, y Vesta y Quirino, con su hermano Remo, dictarán leyes; las terribles puertas del templo de la guerra se cerrarán con hierro y apretadas trabes; dentro el impío Furor, sentado sobre sus crueles armas, y atadas las manos detrás de la espalda con cien cadenas, bramará, espantoso con sangrienta boca”.

    Pero nada de eso sería posible sin el concurso de las cualidades de Eneas, principalmente de aquello que los romanos llamaron virtus, que es el dominio de sí mismo, una aplicación heroica a la vida tranquila en tiempo de paz y de entrega en tiempos de guerra. Un triunfo cotidiano sobre los instintos, sobre las tentaciones y sobre el miedo.