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    Dime cómo es tu taller y te diré quién eres

    Nº 2243 - 21 al 27 de Setiembre de 2023

    Se podría decir que los artistas y los lugares en los que vivieron y crearon sus obras están unidos entre sí por un lazo invisible, una conexión que hace de ellos un paisaje emocional del ser. Claude Monet tuvo los jardines de Giverny; Joan Miró, la masía de sus padres en Mont-roig del Camp; Cezanne, su gran ventanal sobre la montaña Sainte Victoire en Aix-en-Provence. Hoy, todos esos sitios son lugares de peregrinación y nos ofrecen vivir la experiencia de penetrar en todo aquello que en su momento fue personal y privado. Pero, más allá de nuestros afanes voyeristas, las casas y los talleres de los artistas son algo más que una estrategia de turismo cultural, son una forma de ir al encuentro, de explorar la sensibilidad que los definió y las huellas o señales que de ella percibimos en sus obras.

    El Giverny de Monet, por ejemplo, es el espacio-experiencia por antonomasia. No es solo la casa en la que vivió más de la mitad de su vida o el taller en el que pintó algunas de sus obras más famosas. Giverny es la “galaxia-Monet”, un universo que debe ser entendido como un desdoblamiento de sí mismo y de su obra. Desde el amarillo luminoso con que eligió pintar las paredes del sencillo comedor hasta los rosales del jardín normando o los nenúfares que flotan en el estanque japonés, Giverny es Monet porque lo construyó con cada partícula de esa alegría jubilosa y desenfadada con la que vivió y con la que pintó cada uno de sus cuadros.

    En las antípodas del color y la luz de Monet, está el sombrío atelier del escultor Alberto Giacometti, símbolo de la bohemia existencialista de posguerra. En realidad, al legendario taller de Giacometti se lo llevaron las vicisitudes de la vida, pero su estela fue tan intensa que sus ecos inmateriales lo volvieron realidad. En la sede parisina del Instituto Giacometti, se creó una reconstrucción fiel con todos los objetos que conservó su viuda, incluidas las paredes que se extrajeron como si fueran murales, ya que hacía sus bocetos directamente sobre ellas. Originalmente, estaba en la Rue Hippolyte Maindron en Montparnasse y no era más que un destartalado departamento con un par de habitaciones pequeñas e incómodas, repletas de libros, esculturas y yesos amontonados. Fue en ese ambiente claustrofóbico, que era lo más parecido a una extensión tortuosa y atormentada de su ser, en donde vivió y trabajó durante más de 40 años, incluso después de convertirse en una estrella mundialmente celebrada.

    No pretendo con este brutal juego de contrarios caer en el absurdo de la simplificación, por el contrario, la idea es hilar más fino, ir a esa fuente de contexto que esos espacios nos ofrecen como rastros de conocimiento y comprensión. Entenderlos como escenarios de bifurcación o desdoblamiento, una suerte de espejo-reflejo en el que el artista entrelaza el hacer con el ser.

    Y hablando de escenarios y de espejos, pienso en Joaquín Sorolla y en su bellísima casa taller, la que se recorre como un remanso de paz similar (si no igual) al de sus lienzos poblados de vaporosas damas con capelinas al viento. Cuando en 1905 Sorolla compró el solar en el madrileño Paseo del Obelisco (hoy Paseo Gral. Martínez Campos), su carrera iba camino al éxito, cuando se terminó de construir la casa, era ya una celebridad internacional. Y es esa triunfal victoria lo que se respira en ella; el despacho dispuesto con primor para recibir a los clientes en medio de jarrones chinos y sillones Luis XV; el pulcro y ordenado taller en el que los pinceles y los caballetes pasan desapercibidos ante los brillos del gigantesco espejo barroco o el toque exótico de la cama otomana. Es un maravilloso testimonio del gusto decimonónico, ese que se expresaba a través de la jerarquía del arte y el refinamiento sofisticado de la personalidad del artista, lo que me lleva a la despojada y rural masía de Joan Miró en las tarragonas tierras de Mont-roig. Llegaba a ella con metódica puntualidad cada verano, ya fuera desde París, Barcelona o Mallorca, y lo hizo durante 65 años hasta su muerte en agosto de 1976.

    La casa y el taller fueron el espacio en donde según él “ponía en orden las ideas” y donde concibió y creó gran parte de su obra. También fue uno de sus grandes motivos, basta recordar el célebre óleo La masía, que en 1925 compró Ernest Hemingway y que hoy está en la National Gallery de Washington.

    Les contaría aquí la rocambolesca historia del Miró de Hemingway, pero me quedé sin espacio y quedará para otra ocasión. Cerremos pues con una idea, la de concebir todo este asunto como una más de las tantas expresiones del humano sentido de la apropiación. Ese que nos impulsa a hacer nuestros los espacios que habitamos y a cuestionarnos, con ellos y a través de ellos, quiénes somos o quiénes quisiéramos ser. Ya lo dijo magistralmente Borges en esa breve maravilla del desdoblamiento que es Borges y yo: “Spinoza entendió que todas las cosas quieren perseverar en su ser; la piedra eternamente quiere ser piedra y el tigre un tigre. Yo he de quedar en Borges, no en mí (si es que alguien soy), pero me reconozco menos en sus libros que en muchos otros o que en el laborioso rasgueo de una guitarra”.