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    Dos fuentes

    Columnista de Búsqueda

    Nº 2090 - 24 al 30 de Setiembre de 2020

    De los poemas que compuso Shakespeare el que tiene carácter más dramático, el que casi es un guion que podría subirse a escena sin introducirle mayores ajustes (tal vez una o dos didascalias que informen cambios escénicos), es sin duda La violación de Lucrecia, una de la cumbres de la literatura isabelina que curiosamente no es mentada en compañía de Hamlet, de Rey Lear, de Othelo, de Macbeth, de los Sonetos toda vez que la ocasión es de encomio. No comprendo ese disimulo; creo que la pieza es una de las luces más preciosas que irradió el alma desmesurada de William Shakespeare, y tal vez, junto con Ricardo III, el temprano anuncio de lo que sería el portento de su producción más asentada. Este poema narrativo, en efecto, está datado en mayo de 1594, esto es, un año antes que su otro poema largo Venus y Adonis y el mismo año que compone la semblanza del tirano de la casa York y que estrena La comedia de las equivocaciones y Trabajos de amor perdidos.

    La pieza, dedicada al conde de Southampton, tiene todos los ingredientes de la época y del lugar en la que fue creada, a saber: el asunto remite a la antigüedad clásica, sus fuentes directas son autores cuya lectura era norma y blasón en el Renacimiento (Tito Livio, Ovidio), el tema tiene que ver con la dignidad de la mujer y con el humillante abuso de poder y la consiguiente y reparadora venganza que deriva en un orden más justo, más adecuado a la convivencia respetuosa de las personas.

    El lector de Maquiavelo que fue Shakespeare debe haber entrado en contacto con los Comentarios a las décadas de Tito Livio, antes que con los textos del propio historiador romano. Tal vez, presumo, su primera referencia para el poema fue Los Fastos, de Ovidio, donde el detalle de la violación tiene una textura dramática directamente perturbadora y a la vez hermosa. Hay pasajes en Ovidio que tienen que haber golpeado la imaginación de Shakespeare de un modo muy intenso: “Era de noche y toda la casa estaba sin luz: se levantó y sacó su espada de su vaina dorada. Y, casta esposa, entró en tu habitación. Cuando tocó la cama, el hijo del rey dijo: ¡Lucrecia, tengo una espada y yo, un Tarquino, hablo! Ella no dijo nada: no tenía voz ni poder de expresión. Ni ninguna capacidad de pensamiento en toda su mente. Pero ella tembló como un corderito, atrapada perdiéndose del redil, derribado por el ataque de un lobo (...) Tarquino estaba capturado por el amor ciego. Su forma le agrada, su piel blanca y cabello amarillo. Y añadió a eso su gracia, sin deberle nada a los afeites: su voz y discurso lo complacieron, y también su incorruptibilidad. Y cuanta menos esperanza tenía, más la deseaba”(Ovidio, Fastos, libro II, correspondiente al día 24 de febrero).

    La misma escena narrada por Tito Livio, a quien sin duda recurrió creo que como segunda fuente, carece del fuego espléndido de la tensión que logra Ovidio, pero es muy atenta a los detalles significativos y tiene, me parece, un despojamiento más trágico, una mayor indiferencia; Ovidio se estremece con lo que narra, el historiador, en cambio, escrupulosamente levanta los hechos: “Ardiendo de deseos y juzgando, en el silencio que lo rodea, que todos duermen en el palacio, saca su espada, camina hacia la cama de Lucrecia ya dormida y, presionando una mano sobre el pecho de esta mujer, dice: ‘Silencio, Lucrecia, soy Sexto Tarquín: sostengo una espada, estás muerta si se te escapa una palabra’. Mientras despierta sobresaltada y muda de terror, Lucrecia, indefensa, ve la muerte colgando de su cabeza, Tarquino le declara su amor; la presiona, la amenaza y no olvida nada que pueda afectar el corazón de una mujer. Pero, viendo que ella fortalece su resistencia, que el miedo a la muerte no puede debilitarla, trata de asustarla por su reputación. Afirma que después de matarla colocará cerca de su cuerpo el cuerpo desnudo de un esclavo sacrificado, para hacer creer que ella habría sido apuñalada por el consumo de un vil adulterio. Conquistada por este miedo, la castidad inflexible de Lucrecia cede ante la brutalidad de Tarquino” (Tito Livio, Historia de Roma, Libro I).

    Emociona ver el Renacimiento en acción; me gusta pensar en Erasmo de Rotherdam llevándole su libro de citas clásicas a Thomas More, o, como en este caso, imaginar a William Shakespeare leyendo a Ovidio y a Tito Livio, como luego hará lo propio con Plutarco para inmortalizar la muerte de Julio César o la pasión que incendió las vidas de Antonio y Cleopatra.