Nº 2134 - 5 al 11 de Agosto de 2021
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En caso de que tengas dudas o consultas podés escribir a [email protected] contactarte por WhatsApp acáAllá por 1978, la Ciudad de México acometió un programa vial impresionante: la ciudad iba a ser cuadriculada por una serie de amplias avenidas de tránsito preferencial, cada una de ellas circulando en una única dirección, ubicadas a X número de cuadras unas de otras. A las 64 avenidas que armaban esa red ortogonal se las llamó ejes viales. Para construirlos, el gobierno local tuvo que expropiar cientos de propiedades, edificios, estacionamientos, modificar plazas. En cada una de esas avenidas había una línea de trolebús y cada una tenía carril en sentido contrario por el que circulaba esa misma ruta de trolebús, garantizando a los usuarios que la línea completa corría por la misma avenida a la ida y a la vuelta. Los semáforos estaban coordinados y, si uno era capaz de mantener la velocidad crucero necesaria, podía recorrer largos tramos de manera relativamente veloz.
El resultado fue excelente, al menos durante los primeros dos o tres años. Luego la capacidad del proyecto comenzó a ser superada por la cantidad de vehículos y por el crecimiento veloz y desordenado de la capital mexicana. Ahí se hicieron algunos ejes más, ampliando la malla de avenidas preferenciales, complementándolos años más tarde con un servicio de autobús con carril propio. Los resultados ya no volverían a ser tan buenos como en los primeros y más planificados años del proyecto, pero ahí siguen los ejes viales, ordenando tanto como pueden el caótico tránsito de la capital de México. Lo que sí demostró el proceso fue que los ejes originales muy pronto resultaron insuficientes para cumplir con su cometido.
Quizá ocurra algo parecido con los ejes que usamos para mirar la realidad política y ciudadana que nos rodea: nos seguimos guiando por su primera versión e intentamos reducir la inmensa complejidad de los procesos que nos rodean a un mapa simple, dicotómico. La propia idea de mapa, con sus dos dimensiones, es corta en sentido analítico: nuestros problemas de convivencia existen en el plano, pero también tienen profundidad y tiempo. Sin embargo, nos seguimos guiando por el mapa que heredamos en nuestra juventud y sobre el que muchos no nos hemos animado a escribir ni un mínimo apunte. Como si en lugar de consultar un mapa seguramente desfasado estuviéramos guiándonos por un texto sagrado e inviolable.
Es difícil no ver los problemas que presenta guiarse solo con ese mapa escrito en un papel hace más de un siglo. Es difícil lograr que los problemas que nos rodean, las inercias creadas, los cambios producidos, las nuevas dinámicas, lo desconocido, todo encaje sin problemas en lo que alguien dijo en otro tiempo y otra realidad. Por esa dificultad, que crece en la medida en que crece la complejidad de nuestras sociedades, es que a veces resulta más sencillo recurrir al mapa como quien recurre a un tótem. Como si los ingenieros que tuvieron que lidiar con el crecimiento y el desorden de la ciudad de México en vez de ampliar la red hubieran elegido redirigir todo el tránsito existente en dos grandes avenidas de 50 carriles cada una, una de sur a norte y otra de este a oeste. A los ingenieros, que no saben mucho de política pero saben un montón de cómo circulan los fluidos, ni se les pasó por la cabeza tal dislate. Entendieron que, a mayor complejidad, hacían falta respuestas más sofisticadas, no más simples.
Desde la perspectiva de la política partidaria, en cambio, plantear las cosas en términos sencillos tiene todo el sentido. Los partidos saben que no representan a toda la ciudadanía, sino apenas a minorías o mayorías dentro de ella. Saben que esas mayorías y minorías cambian con el tiempo y que esos cambios suelen poner en peligro su continuidad en la arena política y, sobre todo, en el poder. Los partidos tienen todos los incentivos para simplificar el mensaje, especialmente en una democracia de mercado, que es en lo que se han convertido las democracias liberales existentes. Y que, pese a todos estos problemas señalados, siguen siendo el mejor método que nos hemos dado para lidiar con la diferencia sin terminar necesariamente a los sopapos.
Sin embargo, la vida política no se agota en los partidos. Como ocurrió con los ejes viales del entonces llamado DF, la realidad se impone siempre y nos dice que hay vida afuera de las simplificaciones y dicotomías, del juego de buenos (los míos) y malos (los otros) que es moneda corriente cuando se intenta pedir el voto a un ciudadano que está en otra. Un ciudadano que debe lidiar con un día a día acuciante que no le deja demasiado tiempo para especular y perderse en los detalles y en los matices y entonces delega esa complejidad en quienes entiende mejor lo representan. Pero esa decisión, la de delegar, no hace más sencilla la realidad, simplemente desplaza el problema a un tercero.
La contradicción más flagrante y que muestra que la realidad es más rica y compleja de lo que nos dice el mapa partidario es la creciente diversidad de las sociedades democráticas. ¿Por qué contradicción? Porque en el discurso todo el universo partidario dice estar encantando con esa diversidad creciente, señal inequívoca de que somos sociedades mejores. Pero a la hora de construir una postura sobre un tema se tira el discurso de la diversidad al tacho y se corre presuroso a construir un ellos y un nosotros feroz. Uno que elimina todo gris y que coloca en el lugar del enemigo a quien en el discurso previo era la prueba viva de lo tolerante que es nuestra sociedad. Los dos estrechos ejes que proponen los partidos no son reales ni resultan particularmente útiles para analizar otros ejes que efectivamente existen en la realidad.
Si en vez de ver las posturas que realmente existen sobre los distintos temas colectivos como algo dibujado en un mapa sagrado las vemos como parte de una constelación que existe en tres dimensiones, quizá podamos entender mejor por qué aparecen contradicciones con lo que dice el plano. Por ejemplo, que el tradicional eje ideológico izquierda y derecha es atravesado por el eje totalitarismo y democracia y que por eso es posible encontrar gente que se considera de izquierda apoyando dictaduras o gente de derecha que hace sistemáticamente la vista gorda con el creciente autoritarismo de las derechas más radicales.
Si estamos orgullosos de ser una sociedad abierta, compleja, rica y diversa, quizá sea hora de asumir que el mapa heredado y los dogmas que este ha ido acumulando consigo hace mucho que no bastan para lidiar de manera inteligente y pacífica con nuestra complejidad. Que no se puede estar a favor de la diversidad sí y solo sí la defino yo. O a favor de la libre competencia y después, en los hechos, ser parte del capitalismo de amigotes que cada día hace negocios tras bambalinas, sin competencia alguna. Tal como les ocurrió a los ingenieros viales mexicanos hace 40 años, es muy probable que incluso la complejidad no sea suficiente para lidiar con los nuevos problemas que surgen en nuestras sociedades. Pero de lo que no hay duda es que es imposible lidiar con el futuro usando el mapa de un mundo que, por suerte para nosotros, hace mucho ya no existe.