Nº 2167 - 24 al 30 de Marzo de 2022
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En caso de que tengas dudas o consultas podés escribir a [email protected] contactarte por WhatsApp acáLa fascinación del estatismo y la intromisión de los gobiernos en la vida particular de las personas es una de las maldiciones que trajo la Modernidad y que acabó por sobrevivirla. Antes de la Revolución francesa —en los tiempos felices de Absolutismo y en los gloriosos días de la Edad Media— nadie pensaba que el Estado debía ocuparse de acunar a los ciudadanos, de sustituirlos en sus deberes, de desalentar sus ambiciones, de sofocar sus negocios, de negar sus derechos más elementales.
Cuando la protesta libertaria derribó el Muro de Berlín muchos esperamos que con esos infames escombros también se le pondría fin a la influencia de la amplia gama de ideologías —democráticas radicales, socialdemócratas, socialistas, comunistas— que comparten el rechazo por los fueros de la libertad individual, la persecución abierta o solapada, intensa o timorata de la iniciativa privada, la confianza en la capacidad del Estado para regir la economía de las sociedades, el afán por planificar la vida de otros, el saqueo organizado del trabajo y de la inversión para financiar las ineficiencias siempre crecientes de la administración, la confianza en la clase política para hacerse cargo del destino de las naciones.
Todo tendría que haberse quebrado en mil pedazos al golpe de las furiosas piquetas que pulverizaron las piedras del Muro. Pero no fue así. Como la persistente sombra del rey Hamlet que una y otra vez se hace presente, el eterno retorno del mal bajo la forma de estatismo continúa persiguiéndonos.
Ello me obliga a celebrar con cierta mortificada admiración los aciertos de Camino de servidumbre, el libro que Von Hayek escribió hace cerca de 80 años y cuya vigencia confieso que me perturba, porque nos plantea una realidad que debió haberse ido con muchos de los residuos que se ha llevado la Modernidad y no, como ocurre, empecinarse en devorar los pocos espacios que la libertad ha conseguido salvar en medio de los terribles vendavales de la historia. No voy a desconocer que muchas personas fueron disuadidas en su momento por la caída de la Unión Soviética y del socialismo real en Europa, pero al mismo tiempo que tuvieron lugar estas defecciones —el izquierdismo vago que flota y se revuelca en el centro junto con las derechas distraídas o pusilánimes— el obstinado mal logró corporizarse en el discurso de las elites políticas de todos los bandos como estatismo remozado y sin mengua. Como bien observa Von Hayek, el socialismo tiene básicamente dos propósitos, uno de ellos es la estatización de los medios de producción y el otro, más genérico y comprensivo del orden existente, la nivelación de las diferencias en la sociedad a través de la redistribución del ingreso. Sobre el primero de estos fines hay poco para añadir, salvo que todavía sigue siendo la bandera de muchos comunistas en los cinco continentes, en especial en esta desdichada parte de América. El segundo de esos objetivos, en cambio, se ha convertido en una bandera ecuménica y terminó por afianzarse como parte de la agenda política en todas las democracias occidentales.
Las turbas que solventan las comedias políticas en uso consumen de los gobiernos todas las intromisiones que estos les imponen con alegría y hasta con gratitud; les parece bonito que el Estado les organice y regule las condiciones y hasta los motivos de la existencia. A eso le llaman democracia, gobierno popular, gobierno representativo e incluso llegan al irónico extremo de hablar de Estado de derecho, como si quitarle la libertad de hacer o no hacer a las personas, fastidiar su trabajo e incluso disponer de sus ahorros para aumentar la plantilla de funcionarios fueran derechos del Estado que el ciudadano debe sosegadamente soportar.
Que le pongan el nombre que quieran para capturar la candidez promedio de los sumisos votantes, pero lo cierto es que la política de igualitarismo es sustancialmente incompatible con los principios de una sociedad libre. Lo realmente grave del fenómeno es que esa perversión tiene buen suceso en el mundo contemporáneo, donde increíblemente cada vez más personas se vuelven dependientes de las decisiones oficiales, ya sea como beneficiarios de los obsequios del Estado de bienestar o como víctimas de medidas redistributivas arbitrarias.