El VAR y otros fetiches

El VAR y otros fetiches

escribe Fernando Santullo

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Nº 2126 - 10 al 16 de Junio de 2021

Uno de los problemas que se derivan de ser una civilización basada en la tecnología es que tendemos a confiar de manera desmedida en ella. O a desconfiar, toda civilización tiene sus rebeldes. Pensemos, por ejemplo, en las vacunas contra el Covid-19: de un lado, quienes creen que con las vacunas alcanza y que por tanto no hace falta ni tiene sentido mantener las medias no farmacológicas; del otro, aquellos que desconfían de cualquier producto que sea resultado de la tecnología. Salvo si es su celular.

Se confía o se desconfía ciegamente, entre otras cosas, porque la inmensa mayoría de quienes lo hacen, carece(mos) de elementos (o de interés, todo hay que decirlo) para tasar de manera adecuada las opciones que enfrenta. Se trata de soluciones tan especializadas que de hecho no muchos entienden (no entendemos) de manera cabal y completa aquello que se discute. Y entonces hacemos algo muy humano, apelamos a la creencia. Yo creo en las vacunas, yo no. Yo creo en la medicina, yo no.

Ante la duda, retrocedemos 250 años, puenteamos las herramientas cognitivas que desarrollamos en ese período y nos instalamos en la religiosidad. No es el refugio más sólido frente a un virus con alta velocidad de contagio, es verdad, pero es alguna clase de refugio. Especialmente en tiempos de incertidumbre científica. En términos de refugio, la ciencia resulta demasiado provisoria, demasiado medida. La creencia es más íntima, no requiere de contraste ni de datos. Es una especie de estufita interior que nos calienta en tiempos difíciles.

Por poner un ejemplo menos dramático y agobiante que el de las vacunas, pensemos en el VAR. Cuando el artilugio fue presentado, nos lo vendieron como el non plus ultra de la justicia deportiva: nunca más un gol en offside, nunca más un gol fantasma, nunca más un error arbitral. La tecnología, siempre limpia y pura, nos iba a rescatar de nuestros yerros y sesgos. Nunca más se iba a sentir presionado un juez de que Brasil estuviera perdiendo un partido arbitrado por él. Con la pulcritud que caracteriza a las máquinas, el VAR era la receta para eliminar lo humano del arbitraje.

El problema es que una cosa es detectar si una pelota pasó completamente una línea o la rozó (es el caso del ojo de halcón en el tenis) y otra es cuando el asunto tiene aspectos “interpretativos”, es decir, donde para activar el artilugio tecnológico se necesita un lectura previa y “humana” de la situación. Los uruguayos aún tenemos las retinas quemadas por el offside que le fue cobrado a la selección uruguaya en el reciente partido contra Paraguay, especialmente porque tras escuchar los audios fue claro que existía en toda la lectura de la jugada que se arbitraba un error previo. Ninguno de los jueces del VAR se cuestionó si el jugador que veían adelantado, participaba o no de la jugada. Si no participa, su posición es irrelevante a efectos del offside.

En definitiva, es un fetiche de nuestra civilización la creencia de que aplicando ciencia y tecnología lograremos controlar los aspectos “humanos” (entendidos como sesgados o negativos) de nuestras acciones. Ojo, el inverso es igual de fetichista: descartar cualquier tecnología por el mero hecho de serlo es la misma clase de error. Quizá con un agravante: es necesario omitir cualquier evidencia para que el temor a la tecnología resulte consistente. Y olvidar que, volviendo a las vacunas, si uno puede darse el lujazo de cuestionarlas de adulto es porque recibió una andanada de las mismas cuando niño y gracias a eso logró llegar a adulto. Ahí están las cifras que lo prueban, por eso las esquivo.

Por eso, más interesante que el fetiche anti o pro tecnológico, es indagar en la persistencia de ese margen humano frente a la tecnología. El caso de la interacción entre el GACH, el gobierno uruguayo y la opinión pública es relevante en ese sentido: cuando el gobierno siguió de manera cercana las propuestas del GACH y los resultados fueron buenos, pocos dudaron de las virtudes de la ciencia y felicitaron al Poder Ejecutivo por plegarse a las medidas “objetivas” que planteaban los científicos. Sin embargo, cuando el gobierno decidió no seguir de manera estricta las recomendaciones del GACH y los casos aumentaron, la acusación de “abandonar la ciencia” fue recurrente.

¿Es correcto decir que las posturas del gobierno fueron antes científicas y luego políticas? Creo que no, que cuando fue bien o cuando fue mal las decisiones siempre fueron políticas. Cuando se habla de convivencia y de espacio público, la política es ese lugar donde la tecnología no llega, donde no puede llegar. La política es la discusión que se da entre los jueces del VAR antes de apretar el botoncito. La tentación tecnocrática es fuerte: ahí están los datos que avalan mi postura, hay que hacer lo que yo digo. Pero la construcción de la postura (las reglas del fútbol) es previa a la aplicación tecnológica (el VAR). Y eso no puede ser un problema: si vivimos en sociedad, lidiamos constantemente con ese momento previo.

No hay tecnología que “limpie” nuestra vida común del sesgo. Ni siquiera sabemos si es deseable que sea así. Creer que se puede hacer una política neutra o científica es un fetiche, tal como lo es el VAR. Ahora, otra cosa es saber que el sesgo existe y que es deseable combatirlo para que no sea un obstáculo en la charla común. Pero eso es algo muy distinto de la pretensión de eliminarlo. La parte humana, esa en donde vamos definiendo un poco a los tropezones el quehacer colectivo, no puede ser eliminada o sustituida por la tecnología. Y no por el grado de desarrollo de la tecnología, sino porque contar con ese espacio donde se discute la duda, es inherente a nuestra condición humana.

En ese sentido recomiendo la serie de YouTube No es el fin del mundo, realizada por el artista Pablo Casacuberta, en donde recuerda que a pesar de nuestros esfuerzos por mejorar nuestra convivencia, como especie tenemos un cableado mental que viene funcionando desde hace decenas de miles de años y que nos ha preparado para reaccionar con sesgos ante lo que percibimos como peligro o amenaza. Y que ese cableado no se puede sustituir por un cableado tecnológico cuando ni siquiera sabemos si es deseable que así sea. Y eso, que sea deseable o no, lo vamos discutiendo entre todos, cada día, en el espacio de deliberación que tenemos en nuestras sociedades democráticas. Y lo hacemos aunque parezca que hablamos de otras cosas. Cosas como el GACH, el gobierno o el VAR.

Ese espacio humano, lleno de prejuicios, anhelos, tabúes, normas, debate, miedos, apegos y desapegos, es precisamente lo que llamamos política. Y ese espacio es siempre previo a la tecnología o debería serlo. Como no siempre lo es, muchas veces terminamos usando una tecnología sin contar con una ética humana que nos guíe en su uso. La tecnología por sí misma no resuelve los conflictos, ya que la propia idea de “conflicto” requiere de un acuerdo común previo, uno que vamos elaborando en medio de esa maraña que es la política. El gol no cobrado a Uruguay reveló, por enésima vez, cuán fetichista resulta la fe ciega en la tecnología.