Nº 2220 - 13 al 19 de Abril de 2023
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En caso de que tengas dudas o consultas podés escribir a [email protected] contactarte por WhatsApp acáOvidio escribe con los ojos. Sus descripciones son enérgicamente visuales y lo sorprendemos capturando rasgos de movimiento, de forma y de color como si en lugar de imaginar sus mundos ideales estuviera viendo un ballet o contemplando alguna secreta armónica perspectiva de Paolo Ucccello o de Bruneleschi. Comparte esto con Virgilio, con Dante, con Proust; también maestros en el oficio de la simultaneidad de sensaciones.
En Las metamorfosis la imaginación enseguida se acromatiza. Y lo hace de modo suntuoso; así, además de varios inevitables destellos, el Palacio del Sol contiene muchos otros colores: representa a los dioses de infinitos azules en el mar, a las hijas de Dorida con el cabello verde temblando en el horizonte, el sol de la tarde con ropa púrpura estremeciéndose y el trono del Sol recamado con esmeraldas luminosas. Vemos pasar el carro del Sol, que tiene una barra de tiro de oro, llantas y ejes de rueda de oro, radios de plata y crisólitos y otras piedras de colores en el yugo; tanto brillo hiere tanto o más que un mediodía de verano en una playa vacía. La paleta se derrama de forma dramática en las escenas más intensas o provocativas: tras el asesinato de Argus, Juno coloca sus numerosos ojos en la cola del pavo real, también en forma de piedras preciosas. Cuando Phaeton cae, tiene el pelo rojo ardiente y vuela como una estrella fugaz; cuando Acteón vio a Diana desnuda, su rostro estaba cubierto de un color como el que tiene una nube cuando los rayos del sol caen sobre ella o una aurora púrpura. El pobre Narciso es presa del “fuego ciego” de la pasión; y cuando muere, en el lugar que antes ocupaba el rostro mil veces contemplado aparece una flor con un centro amarillo y pétalos blancos como la nieve.
El tejido de Minerva contiene una cantidad tan innumerable de matices de color que solo puede compararse con un arcoíris que, además, está bordeado de oro. Durante el viaje de Keik —aquel imprudente rey de Tesalia que se hacía llamar Zeus y llamaba Hera a su esposa Alcyone— el implacable Zeus, presa de razonable indignación, le mandó un par de convenientes rayos y Ovidio nos informa que el mar se convirtió en amarillo, levantando la misma arena de su fondo, luego negro, como el estigio subterráneo, luego se hizo tembloroso blanco con espuma ruidosa. Y para peor, en medio de la noche crepuscular, cada vez más ennegrecida, los relámpagos resplandecen y las olas arden en los fuegos del rayo justiciero. Iris, mensajera de Hera, la del arco que cruza la Tierra, tiene notoriamente un vestido de mil colores.
El rojo y el mora sdo son especialmente predilectos por Ovidio. Las raíces de los árboles de la sangre de Príamo, derrotado rey de Troya, se vuelven púrpuras; la trágica Medea se sonroja al pensar en Jasón, como una chispa a punto de apagarse, avivada por el fuego; cuando el desconsolado Orfeo es despedazado, las rocas se cubren de sangre; la costa de Troya se enrojece por la sangre de los héroes caídos. En fin, cuando el pérfido Polifemo, antes de ser burlado por Ulises, enfermo de celos arrojó una mortal piedra a Akis, que había enamorado a la nereida de la que el cíclope estaba prendado, se dice que de la piedra fluyó sangre púrpura, que luego brilló en el agua, y una caña verde comenzó a crecer de la piedra agrietada.
El ojo vivaz del poeta ve siempre algún tipo de movimiento en todas partes, pero sobre todo de los cuerpos: Tisbe tiembla como el mar en un viento ligero; Europa, montada en un toro sobre el mar, levanta las piernas para no mojarlas, imponentes y majestuosos; Zeus y su fiel Hermes entran en la hospitalaria choza de los ancianos Filemón y Baucis, agachados, por puertas demasiado bajas. Esta plasticidad, que denota cercanía de la mirada, enseguida se materializa en el cuadro completo, con contornos nítidamente definidos. Para agasajar a esos egregios visitantes, ponen en las mesas frescas y coloridas bayas de Minerva (aceitunas), cerezas de otoño en jugo, rábano, lechuga, requesón, huevos al horno. Todo esto estaba en loza. Había también una crátera de arcilla decorada y simples cuencos de haya tallada, con cera amarilla por dentro, nogal, higo marchito, dátil, ciruela, manzanas aromáticas, uvas de viña morada, panal de oro.
Ninguno de los elocuentes cuadros de Florin van Dick o de Clara Peeters, maestros de las mesas servidas, es tan veraz y tan íntimo como el exacto retrato que nos da el entramado retórico de Ovidio.