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    El cuchillero

    Nº 2091 - 30 de Setiembre al 6 de Octubre de 2020

    En el libro probablemente más breve de su obra poética, Para las seis cuerdas, Jorge Luis Borges creó con espíritu admirativo una serie de personajes épicos, dramáticos, incluso trágicos, caracterizados por el coraje, el desvarío, y oscuros aunque leales, como si escribiese la letra de una milonga: entre ellos Jacinto Chiclana y Nicanor Paredes.

    Borges gustaba describir como héroes a compadritos y malevos, para los cuales construyó un idioma, un estilo literario.

    ¿Fueron reales o producto de su imaginación? Quién sabe. Él dijo, alguna vez, cosas del estilo de “a Paredes lo conocí y con Chiclana conversé o creo haberlo hecho…”.

    Ya nadie podrá saberlo a ciencia cierta. Desde mi mirada les cae mejor el ropaje de leyenda.

    Y además, posiblemente, tal vez nunca imaginó —publicados en 1965, el autor se encaprichó en decir haberlos escrito “hacia el 1890 y tantos…”— que varios de esos poemas terminarían, nomás, convertidos en milongas cuya música creó Piazzolla y que cantó Rivero, en un disco antológico que sigue vigente. Es probable que tampoco haya advertido al comienzo que la asociación con el autor de Adiós, Nonino terminaría a los insultos por el inevitable chisporroteo entre dos caracteres complejos, aunque con el cantor mantuvo una amistad hasta el final.

    Pero la atracción irresistible por el compadrito, el malevo, el guapo con facilidad para el enojo y el cuchillo, fue en el mundo del tango, durante décadas, un elemento central.

    Y, en ciertos casos, un hombre de carne y hueso.

    Pocos deben recordar el tango Eufemio Pizarro, que tiene música de Cátulo Castillo y letra de Homero Manzi.

    Morocho como el barro era Pizarro, / señor del arrabal. / Entraba en los disturbios del suburbio / con su frío puñal. / Su brazo era ligero en el entrevero / y oscura era su voz. / Derecho como amigo o enemigo / no supo de traición…

    Pizarro, conocido por “la Partera”, fue un famoso guardaespaldas de quienes regenteaban garitos y explotaban el juego en Buenos Aires, en especial en la zona de Boedo. Sus correrías lo encerraron en el helado penal de Usuahia tras una muerte, pero de allí lo sacó al poco tiempo un sospechoso indulto de Hipólito Yrigoyen, a fines de 1917.

    Cátulo y Homero, jovencitos, supieron de él a raíz de un hecho insólito: una noche, un grupo de ladrones irrumpió en la casa de José González Castillo, padre de Cátulo, quien salió decidido a “despejar el ambiente”; a los gritos y tirando balazos al aire, provocó la huida de los malvivientes, durante la cual uno de ellos, borracho en reiteración real, rodó por el piso varias veces hasta que desapareció entre las sombras de la calle.

    Era Eufemio Pizarro.

    —Cuando ya había sido indultado —dejó sentado en un reportaje Cátulo Castillo—, y recordando aquel episodio con mi viejo, lo fuimos a ver con Homero al café El Aeroplano, donde paraba. De verdad, nos impresionó su porte. Inspiraba respeto, era parco y en su mirada brillaba como una señal de barrio. Daba la sensación de que la cárcel había macerado su pena interior, que la tenía, aunque nunca la supimos ni le preguntamos. Éramos bastante irresponsables, muy jóvenes. Después nos quedamos horas conversando sobre el tipo. Años más tarde, y cuando Pizarro ya había muerto acuchillado en un incidente de tantos, a fines de la década de 1930, dicen que provocado por un “colega” suyo, el Pibe Óscar, nos volvimos a juntar con Homero y lo recordamos, ¡cuánto se nos había metido adentro! Manzi ya había hecho la letra y, con mi música, compusimos ese tango. Ya corría 1947.

    La primera grabación de Eufemio Pizarro la hizo la orquesta de Francisco Canaro con la voz de Alberto Arenas y una glosa inicial de Julián Centeya. Curiosamente, Aníbal Troilo lo tuvo en su repertorio por largo tiempo, pero jamás lo llevó al disco. Tal vez el mejor de todos los registros sea el de Susana Rinaldi, en su mejor momento.

    La muerte entró derecho por su pecho / buscando el corazón. / Pensó que era más fuerte que la muerte / y entonces se perdió. / Con sombra que se entona en la bordona / lo nombra mi canción.

    Jamás ha dejado de extrañarme la fascinación que ejerció el compadrito entre artistas populares ilustrados, cultos, vinculados al tango.

    Quizás la explicación esté en esos otros versos de Borges: —…el tango crea un turbio / pasado irreal que de algún modo es cierto. / El recuerdo imposible de haber muerto / peleando, en una esquina del suburbio.