N° 2033 - 15 al 21 de Agosto de 2019
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En caso de que tengas dudas o consultas podés escribir a [email protected] contactarte por WhatsApp acáSuelo pensar que cuando alguien cambia de trabajo no es una decisión que tome en el momento que le ofrecen otro empleo. Primero, por las razones que sea, decide irse, y luego, cuando surge la posibilidad, concreta la decisión.
En el amor pasa algo parecido. Hay parejas que antes de separarse, vegetan años juntas, sin amor ni pasión, hasta que un desencadenante lleva a uno a tomar la decisión. Permanece el cariño, pero se murió el amor romántico bastante antes de la ruptura.
¿Es muy distinta la realidad en política?
Cuando la izquierda asumió el poder en 2005 lo hizo en el summum del amor romántico. Un fervor y una emoción por tantas décadas de lucha y sangre derramada que sensibilizaba incluso a quienes no la habían votado.
En definitiva, era sangre nueva que llegaba a la conducción del país, con algunos soñando con que la violencia se resolvería con amor, que la corrupción con el hombre nuevo y los vicios de la política con una nueva forma de encarar la cosa pública.
Pero el crédito en política parece acabarse más rápido que el amor pasional. El amor dura tres años es el título de una breve novela del escritor francés Frédéric Beigbeder, y parafraseándolo podríamos decir que el amor político dura tres períodos.
A esta altura, hace medio siglo de historia que ningún partido tuvo tantos gobiernos seguidos en el poder. Las investigaciones de politólogos muestran que tras cada gobierno el partido oficialista pierde cierto caudal de votos. Tras tres administraciones parece que el solo hecho de haberlas encarado le hace perder un cierto caudal electoral al Frente Amplio, por desgaste natural.
Pero en los gestos de desamor que se constatan en estos días en filas del Frente parece haber más motivos que este desgaste natural que da el ejercicio del poder.
Por un lado, está aquello de que los otros no cumplían con las promesas de campaña. El Frente tampoco lo hizo, pero, para peor, alimentaba el doble discurso poniéndole nombre al engaño. Por poner un ejemplo, a la promesa de que no habría impuestos, cuando se pusieron más impuestos se le llamó consolidación fiscal. De una forma tan fraudulenta que ni ellos mismos lo creían, por eso al ministro Danilo Astori dos por tres se le escapaba y hablaba de ajuste.
Las promesas de mejorar la educación, un área donde la izquierda maneja desde hace décadas los hilos del poder, cayeron en saco roto. La única arma permanente de los pobres, a la basura. Funcionarios de cuarto nivel como el actual presidente del Codicen pasaron de administración en administración por simpatía y amiguismo político en una de las áreas más sensibles. ¿Los mejores en cada puesto?
En lo que se le endilgaba a Jorge Batlle de que en el último tiro político de su vida podría haberse jugado la ropa contra las corporaciones en un tema como la educación, por el que vale la pena incendiar la pradera, ya que el incendio social es sorprendente, José Mujica y Tabaré Vázquez, también en el fin de su vida política activa, estuvieron omisos. Vázquez lo intentó un poco tarde cuando quiso declarar la esencialidad de la enseñanza, pero la barra ya estaba adoctrinada en que ese brazo sindical que copa también a la educación más vale tenerlo aliado.
No tengo dudas de que el factor corrupción jugó un papel en la derrota de los partidos tradicionales.
Pero uno imaginaba que ese deterioro ético se debía a un ejercicio del poder por casi un siglo.
Pues bien, más allá de la cantidad de casos de corrupción que hubo, las señales que la izquierda dio en tres lustros fueron pésimas.
Si no, recordemos a la Mesa Política aplaudiendo y expresándose a favor de Raúl Sendic, y luego la Comisión de Ética y todos aquellos que no tienen ningún compromiso que les manche las manos haciendo justicia con el exvicepresidente. Que Sendic tenga el tupé de volver a presentarse habla de cuál es el espíritu que campea en la izquierda sobre este asunto.
Los no frentistas perdieron la curiosidad y están de punta con lo que consideran un partido más que vino a desparramar los peores vicios de la política.
Los votantes del Frente Amplio, en un importante número, están entre defraudados y desilusionados, pasando por el enojo y la confusión acerca de qué hacer con su voto.
Algunos hablan más de las opciones que tienen en la oposición o en un eventual voto en blanco que de las virtudes de sus candidatos.
Lucen como un empleado que decidió cambiar de trabajo, pero aún no aparece otro empleo que lo seduzca a irse. O como un enamorado que no puede eludir el cariño y los recuerdos de aquellas épocas de promesas sobre el hombre nuevo, de la ética seregnista, del sueño que los más débiles dejen de serlo no por los pescados que se les reparten sino por la pericia con la que pescan.
Hay miles de jóvenes condenados a una vida sin movilidad social, luego de medio siglo en este mismo estado de cosas.
No tengo ni una encuestadora ni la bola de cristal para afirmar hoy que haya terminado la era progresista. Eso se trata de votos puros y duros.
En cambio, siento que sí puedo afirmar con escasos márgenes de error que el progresismo ha velado, no sé si aún enterrado, su amor por el proyecto. Sin importar el resultado de las elecciones y en caso de que vuelva a ganar el Frente Amplio, tendremos una oposición con escasa voluntad de tirarle piolas para hacer acuerdos. Por otro lado, un electorado frentista que en términos laborales sufrirá el peor de los desempleos: trabajar, pero en lo que no ama. Y por último, en términos afectivos, aun si gana el partido de su elección, con estos grados de desencanto, se irá a la cama cinco años durmiendo espalda con espalda. Capaz que alguna vez lo sorprende un gesto de pasión, pero la atracción por una causa, la ilusión detrás de un proyecto y la convicción que acompaña al voto concedido, requieren, para prosperar y volverse amor, de algo más que fugaces arrebatos.