Nº 2256 - 21 al 27 de Diciembre de 2023
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En caso de que tengas dudas o consultas podés escribir a [email protected] contactarte por WhatsApp acáHace dos semanas compartí algunos de los argumentos que me llevan a pensar que será muy difícil arriesgar pronósticos electorales durante el año que viene. Otras dimensiones analíticas, como señaló con toda razón un lector, quedaron en el tintero. Como sea, creo que se aproxima otro balotaje infartante. Pero lo más importante no es el resultado de la competencia –quién triunfó, quién perdió–, sino sus formas y temas. La pregunta principal, para mi gusto, no es cuál de los dos bloques terminará ganando la elección, sino cómo procesaremos, como sistema político, esta decisión. En concreto: ¿qué tipo de campaña electoral tendremos?
Supongo que podemos aceptar que una buena campaña electoral tiene que satisfacer tres grandes condiciones. En primer lugar, en tanto ejercicio retrospectivo, debe permitir que la ciudadanía evalúe el gobierno saliente, contrastando la gestión realizada con la palabra empeñada durante la campaña previa. En segundo lugar, debe esclarecer ante la ciudadanía (i) cuáles son las alternativas de política pública ofrecidas por los distintos actores sobre los asuntos públicos más importantes, y (ii) cuáles son las herramientas políticas previstas por cada elenco para llevarlas a cabo. En tercer lugar, una buena campaña electoral debe contribuir a fortalecer la confianza ciudadana en las instituciones democráticas. Adelanto mi conclusión: nuestras campañas electorales ofrecen rendiciones de cuentas rigurosas y permiten entender los énfasis programáticos y formatos de gobernabilidad ofrecidos por los competidores. Sin embargo, suelen descuidar la forma de competir y los eventuales daños colaterales de las victorias. Temo que la del año que viene no será la excepción.
Empecemos por lo que solemos hacer bien. Suele decirse que ningún partido resiste el archivo. Es una práctica muy saludable, y muy extendida en Uruguay, la de chequear durante las campañas electorales en qué medida el gobierno cumplió sus compromisos electorales. Esto se relaciona directamente con el giro programático experimentado por la política uruguaya desde fines de los años sesenta, que se profundizó después de la dictadura. Nuestros partidos desarrollaron durante las últimas décadas la buena práctica de elaborar programas de gobierno detallados. Todos se sienten en la obligación de decirle a la ciudadanía que tienen propuestas bien pensadas, elaboradas con el apoyo de expertos leales a los respectivos proyectos políticos. Estos programas no serían políticamente relevantes si los discursos de campaña de los distintos candidatos no guardaran una razonable correspondencia con los documentos escritos. En verdad, entre documentos programáticos y discursos de campaña suele haber mucha sintonía. La cadena de buenas prácticas se completa cuando existe una fuerte correlación entre discursos y políticas públicas. Esto también es habitual en Uruguay. La comunidad de práctica democrática uruguaya presta atención a la coherencia entre estos tres momentos de la cadena programática. En este sentido, durante las campañas electorales, candidatos y partidos desfilan ante tribunales exigentes. No creo que la elección del año que viene, en este sentido, sea una excepción. Los partidos ya vienen trabajando en sus propuestas programáticas y comienzan a conocerse los distintos énfasis discursivos.
En términos de propuestas concretas, la política uruguaya exhibe otros dos rasgos muy importantes. En primer lugar, los partidos no caen en la tentación de abandonar sus identidades en pos de la búsqueda del elector mediano (el codiciado votante centrista). Cuando terminan las primarias, una vez definidas las candidaturas presidenciales, los partidos moderan sus discursos, pero nunca al precio de que la ciudadanía pierda de vista las diferencias esenciales entre ellos. En segundo lugar, los partidos también se sienten en la obligación de explicar de qué modo concreto procesarán, llegado el caso, sus compromisos de campaña. El tema de la gobernabilidad, y sus alternativas (gobierno de partido, coalición minoritaria, coalición mayoritaria), suele formar parte del debate público.
El panorama se vuelve menos alentador cuando se analizan otros aspectos. Prevalecen las buenas prácticas en lo que genéricamente podemos llamar la dimensión programática. En cambio, siguen predominando prácticas potencialmente onerosas en lo referido a los temas no programáticos y a los tonos del debate. La competencia política en Uruguay, decía Aldo Solari, tiene algo de pleito deportivo. Hasta cierto punto esto es bueno: lo mejor que le puede pasar a la ciudadanía es que los partidos compitan en serio. Pero en la política, como en el deporte, hay distintas formas de competir. La tradición política uruguaya se parece, estirando la metáfora deportiva de Solari, a la Copa Libertadores. El vale todo es demasiado frecuente. Seguramente, cada lector podrá encontrar ejemplos para ilustrar esta generalización.
Durante una buena campaña electoral, en el marco de ese gran ejercicio de rendición de cuentas, es necesario y saludable que lo que he llamado temas no programáticos formen parte del debate. En concreto: si durante el ejercicio del gobierno hubo casos de corrupción, es muy importante que se diga, que la ciudadanía lo sepa y que decida en consecuencia. La cuestión, por tanto, no es barrer debajo de la alfombra. El desafío, en términos de calidad democrática, es otro. Lo que debemos exigir a los partidos es que discutan sobre corrupción con seriedad, sin bajar la vara de la ética, pero, al mismo tiempo, sin exagerar. Ambas actitudes conspiran contra la confianza de la ciudadanía en la “clase política” y en las instituciones democráticas. La ciudadanía deja rápidamente de confiar en los partidos cuando constata que se debilitaron los resortes morales. La ciudadanía también deja de creer en la democracia cuando los escándalos proliferan y la competencia política se vuelve un duelo de acusaciones cruzadas y exageradas.
En este gobierno no faltaron las denuncias de corrupción. Desde luego, es un problema para la coalición en términos electorales. He dicho en otros momentos y lo reitero: los escándalos son el talón de Aquiles de la coalición de gobierno. La oposición lo sabe. Por eso mismo, transitaremos una campaña electoral en la que los partidos cargarán con una gran responsabilidad: decir todo lo que haya que decir, pero solamente lo que haya que decir, y en el tono que realmente corresponde, sin caer en la tentación de buscar votos al precio de minar la más preciado: la confianza de la ciudadanía en el sistema.