El gran desafío

El gran desafío

La columna de Facundo Ponce de León

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Nº 2155 - 30 de Diciembre de 2021 al 5 de Enero de 2022

Uruguay tiene muros de contención a la polarización. La solidez de los partidos políticos; la burocracia estatal que hace que un nuevo gobierno trabaje con viejos funcionarios; una cercanía de los adversarios que cruzan barrios y familias; un respeto por la privacidad y un pudor de la clase política por resguardar la intimidad. Algunas de estas cosas pueden revisarse y criticarse, pero todas sumadas son una manera de mantener en sus cauces las conversaciones públicas y que los discursos de odio sean más tema de redes que de agenda política real.

No obstante, hay algo que se va apagando, que va socavando esa solidez y que puede ser más peligroso que cualquier tuit, posteo, o story. Me refiero a perder la capacidad para admirar. Esta palabra tiene una historia particular en la que no entraremos aquí, solo apuntemos que osciló entre aquello que nos causa asombro y nos deja boquiabiertos, y aquello que aprobamos y con lo que nos sentimos conectados. Para poner un ejemplo: admiramos un paisaje montañoso por lo inmenso e inasible, y admiramos a un artista porque nos parece que sus canciones cuentan nuestra vida.

En lo que refiere a la política, la admiración tuvo siempre dos términos hermanados y coimplicados: liderazgo y carisma. Max Weber desarrolló esta cuestión. El carisma es admiración encarnada en alguien. Hay algunas personas destinadas a liderar, brillar y encantar. ¿Por qué brillan? Por su carisma. ¿Qué genera eso? Admiración y adhesión. ¿Cuánto dura esto en la vida política? ¡Ay!, diría Weber, dura poco. Y cuando un líder carismático se vuelve rutinario, porque eso es lo que siempre pasa, no queda más que esperar la irrupción de otro líder carismático. Este mecanismo es lo que para el autor alemán puede salvarnos de la monotonía burocrática de la vida adulta y política.

Pero claro, luego vino el fascismo y el nazismo. Momento del siglo XX donde la tríada admiración-carisma-líder causó mayores problemas y confusiones. Tal fue el golpe que muchos pensaron que una política sin admiración es preferible a una donde asomen esos dictadores, populistas y mesiánicos que socavan la política que dicen defender. Así quedó planteada históricamente la posibilidad de una política sin admiración: adultos que gestionan la vida pública sin asombro, sin expectativa, sin deslumbramiento.

El modo desencantado y automatizado de entender la vida pública es un error grave por una razón principal: en términos políticos lo importante no es a quién admiramos, sino mantener la disposición a admirar. El gran desafío es mantener vivo el talante admirativo, esto es, no que se admire a fulano o a mengana, sino que se estimule la admiración en cuanto tal. ¿Por qué es tan importante esto? Porque es el mejor antídoto al resentimiento y el discurso del odio. La política necesita admiración, deslumbrarnos ante lo que hacen los demás, que eso impulse la acción propia y que ese mecanismo desarrolle el reconocimiento de virtudes propias y ajenas.

El presidente Luis Lacalle Pou tiene aspectos dignos de admiración en el desarrollo de su gobierno. Es fundamental que personas que no lo votaron ni lo votarían, reconozcan que esta admiración es posible, aunque ellos no la profesen. José Mujica tiene una biografía con elementos admirables. Es importante que reconozcan esto aquellas personas que incluso lo consideran un mal político y un pésimo presidente. ¿Por qué es importante este reconocimiento? Porque implica el desarrollo del talante moral que habilita que admiremos. Eso mejora nuestra capacidad ciudadana.

No se trata de cambiar los votos ni las creencias, se trata de estimular aspectos antropológicos que nos vuelven personas más plurales. Cuando aprendemos el valor de la admiración, nos relacionamos mejor con los demás. Cuando apagamos esa dimensión admirativa, solo vemos buenos a los que ya veíamos buenos y todo nos parecerá malo de aquellos que ya definimos como malos. Admirar, por el contrario, es abrirse al encuentro concreto con otra persona concreta.

Cuando desarrollamos el talante moral que implica la admiración política, le ponemos un coto al liderazgo mesiánico. Justamente, admiro a alguien que me inspira, no que me resuelve la vida. Esa inspiración impulsa la acción, el cambio, la transformación de una realidad. Cuando activamos esa admiración se impulsa la política como actividad pública y colaborativa. De lo contrario tenemos tecnócratas fríos o populistas que se arrogan todas las respuestas. Ambas cosas hacen mal a la democracia.

El mecanismo político de la admiración, para evitar el caudillismo o el populismo fanático, debe tener presente la advertencia de prudencia y autonomía que merecen tener entre sí los adultos en la vida pública. Desarrollar el talante admirativo te impulsa incluso a encontrar razones para comprender que hay personas que admiran lo que tú no admiras.

En las democracias actuales no están faltando, como se sostiene a veces desde posiciones nostálgicas y regresivas, “verdaderos” líderes políticos como los de antaño, aquellos políticos que sí serían dignos de admiración. Nada de eso: ese tipo de liderazgo añorado es justamente lo que muchas veces impide la fluidez de las relaciones y los mecanismos de admiración, más vinculados a personas unidas y autónomas que reconocen jerarquías, que a sujetos que depositan en un líder todas sus expectativas, desatendiendo su capacidad de acción.

El filósofo español Aurelio Arteta hace hincapié en este aspecto práctico de la admiración. Nuevamente, la clave no estaría en las personas que admiramos sino en la capacidad humana de desarrollar esa instancia valorativa. Esta actividad supone una disposición moral para reconocer “algo” en los demás que impulsa la acción y que la vuelve edificante para quien admira. Por eso no importa tanto lo que se admira como la capacidad misma de admirar y la transformación de la persona que eso acarrea.

Piensen en Cosse, Delgado, Orsi, Argimón, Peña, Manini, Mieres... piensen en figuras más y menos conocidas de la política actual, busquen en todos los casos algún elemento admirativo, verán que es un ejercicio democrático casi tan importante como el voto. En la vereda de enfrente está la navegación determinada por los filtros burbujas y el sesgo de confirmación. Odio resentido y escupido que parece inocuo y es venenoso. Admirar es un desafío más desafiante, valga la redundancia, y acuciante para el año que ya empieza.