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    El iletrado renovador

    Nº 2090 - 24 al 30 de Setiembre de 2020

    El tango tiene una peculiaridad que aumenta el interés por la investigación que presta atención a detalles que siempre anidaron en él, pero no fueron advertidos o valorados.

    Hay un caso que yo calificaría —al menos como postulado— de paradigmático.

    Juan de Dios Filiberto es una figura con justo lugar en la historia del tango no solo para los gustadores de esta música, sino para los entendidos. Y se diferenció de sus colegas desde la niñez, como para no dejar dudas.

    Nació en 1885 en La Boca, en un conventillo, y murió en 1964, en el mismo barrio, en una casa que había pasado a habitar a los 47 años, cuyo frente fue pintado por Benito Quinquela Martí, amigo suyo, convertida en museo y patrimonio nacional desde 2007. Siempre fue rebelde, tosco, poco afecto al estudio. Expulsado de la escuela, y apenas adolescente, trabajó de albañil, estibador, tornero, herrero y mecánico. Le gustaban la música criolla y el tango, pero… a confesión de parte:

    —Cuando me decidí a entrar al Conservatorio ya tenía 27 años. Mis dedos estaban duros y torpes para el teclado y el cordaje. Así que pensé que había sido un error.

    Hasta que un día, trabajando como maquinista en el Teatro Colón, oyó por primera vez una sinfonía de Beethoven. Fue una revelación. Desde entonces lo consideró “su Dios musical” y decidió su futuro: como fuere, haría lo mejor posible ese tango que ya se imponía entre las clases humildes, y ascendía, pero con el aporte de lo criollo que amaba tanto. Filiberto fue un compositor tardío, a contramano de las peripecias de tantos colegas; hizo su primer tango, Guaymallén, a los 30 años. Convertido a tropezones en violinista, director de orquesta y compositor, se le deben obras mayores, que luego cayeron en cascada, como El pañuelito, El último mate, La vuelta de Rocha, Langosta, Yo te bendigo, Ladrillo, Cuando llora la milonga, Botines viejos, Clavel del aire, Caminito, Amigazo, Mentías y Malevaje, considerado por la mayoría su mejor creación.

    No comparto esta opinión, aunque sobre gustos en arte, al decir del inefable Camilo Cela, “esas cosas van por provincias”.

    Pero ocurre que en 1918 Filiberto compuso Quejas de bandoneón, su segundo tema, que no ha sido debidamente valorado hasta ahora como significativo aporte a la renovación del tango.

    Quejas de bandoneón, de una técnica sorprendente para la época y para un hombre que dijo “mi música es muchas cosas juntas, pero sobre todo sentimiento; las técnicas se aprenden, pero el fuego sagrado tiene que salir de adentro”, fue una revolución casi silenciosa en el tango hasta que Troilo, con su versión de 1944, lo hizo tan especial y conmovedor que ahí estalló.

    Fue compuesto inicialmente para ejecutarse en piano y con la radical prohibición de que se le incorporase letra. Pero Filiberto introdujo el empleo de bajos en “el trío” —así se llamaba entonces a la tercera parte de los tangos, que a partir de mediados de 1920 comenzaron a tocarse en solo dos—, o sea para la mano izquierda del pianista o del bandoneonista principal: en Quejas de bandoneón figuran, en la mayoría de las grabaciones, nueve compases, en esa tercera parte, en un solo de bandoneón pulsado con la mano que maneja los tonos graves. No fue lo único novedoso. El autor creó unas variaciones de violoncello y una armonía para violín o flauta para las dos primeras partes. Semejantes audacias, más el aporte de tramos melódicos camperos y un aire general a tango canción, no fueron valoradas lo suficiente y hasta ignoradas por ciertas orquestas.

    Hasta que apareció Pichuco.

    No solo respetó todas las innovaciones de Filiberto, sino que añadió el arreglo de unas variaciones finales para bandoneón que no están en la partitura original y que encargó a Piazzolla. Más allá de que este, en un raro rapto de generosidad, declaró que había copiado gran parte de un arreglo anterior de Feliciano Brunelli y que, luego, la famosa goma de Troilo que borraba y borraba metió “la cuchara”, nadie duda de que Quejas de bandoneón, hasta hoy, es uno de los grandes sucesos de toda la carrera del “gordo que tocaba como un buda”.

    Y pensar que Filiberto, allá por 1918, logró que lo interpretaran todas las orquestas de la época, pero no pudo editar la partitura para que se grabara y cobrar los derechos de autor hasta dos años después.

    Y para hacerlo puso el dinero de su propio bolsillo…