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    El impostor

    N° 2046 - 14 al 20 de Noviembre de 2019

    , regenerado3

    El señor A ha sido invitado a un concierto de música clásica en la embajada rusa de Bulevar España. Como A no asistirá al evento y sabe que E desea conocer la casa, uno de los edificios patrimoniales más atractivos de la zona, le cede la invitación que, muy claramente, explicita debajo de la dirección su valor de “intransferible”. E lo piensa y finalmente decide ir al concierto con una invitación que no lleva su nombre. Si ocurre algún inconveniente, dirá que A no pudo asistir y lo envió a él, que trabaja en la sección de cultura del semanario. Al fin y al cabo, es un concierto de piano que repasará algunas composiciones de Glinka, Tchaikovsky, Mussorgsky, Rachmaninov y Shostakovich. Al llegar al portón exterior de la embajada, E divisa a dos guardias de particular. Caen sus primeras gotas de sudor. Exhibe la invitación y pasa al jardín. Sube las escaleras de mármol y lo esperan otros guardias. Se siente mal. Se siente un impostor. Es que efectiva, irremediablemente es un impostor. Sortea el control de metales con éxito y se presenta con su verdadero nombre (E y no A) al embajador y a su señora y a los otros funcionarios de la embajada dispuestos en fila, pero nada cambia. Quizá ni siquiera escucharon su nombre debido al bullicio de gente entrando y saludando.

    El concierto durará unos 50 minutos. Los nervios atacan a E, quien ahora tiene ganas de ir al baño. El muy idiota no previó esa posibilidad. Mejor ir ahora a tener que levantarse en medio del concierto y molestar a los otros espectadores: permiso, permiso, permisito. Solicita, si es posible, un baño. “Sí, claro”, le dicen, y un guardia lo acompaña hasta el excusado. Al cerrar la puerta ya se siente mejor. Solo descargará la vejiga, pero intuye que en algún rincón, en algún vértice del techo, camuflada, escondida, hay una cámara de seguridad que lo sigue. Tal vez en este preciso momento lo están monitoreando: el impostor está en el baño, atención a sus movimientos; si hace algo fuera de lo común, debe ser reducido a la brevedad. Luego de un paneo temeroso hacia los costados, E se lava las manos y sale. Nadie lo detiene y se dirige al salón donde los invitados ya han tomado asiento. Elige un lugar en las últimas filas. El salón tiene las paredes, los arcos y los techos pintados con mujeres con cántaros y niños de tonos pastel. Hace calor. Un funcionario abre las ventanas, hermosos vitrales de hierro que no ceden fácilmente. Entra el sonido ambiente de la calle: jingles políticos de altoparlantes que circulan, una infame cantinela de campaña electoral que nada tiene que ver con los románticos rusos.

    El concierto es agradable pero E se adormece. Como está ubicado sobre un costado del salón, no puede ver bien a la pianista. Entonces pasea su vista por las pinturas, los rostros de los asistentes, una patilla irregular, un lunar desmedido, detalles que lo inducen al sueño. De pronto, un breve contacto sobre su hombro. Se da la vuelta y ve a dos guardias de seguridad: uno del tipo eslavo y otro del tipo tártaro. Quieren que E los acompañe. Se acabó todo. Han desenmascarado al impostor, que se levanta resignado y los sigue fuera del salón hasta una puerta que se abre y una escalera hacia la oscuridad. Desciende por escalones que desaparecen en una espesa niebla y llega a un corredor tipo Malpertuis con muchas puertas, aunque también podría haber algo ominoso de Ojos bien cerrados. El sótano de la casa parece tener más metros cuadrados que los pisos sucesivos que se levantan de sus cimientos. Cree pasar por una celda y también cree escuchar un gemido lastimero detrás de los barrotes. Terminan en un cuarto y cierran la puerta. Lo invitan a sentarse ante una pequeña mesa. El tártaro frente a él, con el saco abierto, deja entrever una Glock nueve milímetros. A un costado el eslavo —que se parece a Drago, el enemigo de Rocky— oculta a sus espaldas un rifle Kalashnikov. “Sabemos que Ud. no es A”, dice el tártaro. “Sin embargo, ya lo averiguamos todo sobre Ud.”, agrega el eslavo: “Que tiene un gato color té con leche llamado Tony, que…”.

    —Basta, por favor, me entrego— implora E. Y en ese momento estallan los aplausos al finalizar el Vals Nº 2 de Shostakovich. Ha finalizado el concierto. Los invitados abandonan con parsimonia el salón y pasan a uno contiguo, donde los mozos ya ofrecen bebidas. Medio atontado, E todavía se mantiene en su asiento. Le ofrecen un vodka. La cae bien. Su rostro lívido, pálido, vuelve a tomar color. Y más aún con un segundo vodka. No fue culpa de Shostakovich, más bien de Kubrick, que sabe usar las bandas sonoras como nadie para meterte miedo. Ahora todo resulta otra vez apacible a su alrededor, los invitados que no conoce y hablan animadamente, las delicadas pinturas del salón con señoras y niños color pastel, el gran reloj, el retrato con la dulce y melancólica mirada de Vladímir Vladímirovich.