El ingrediente oculto

El ingrediente oculto

La columna de Mercedes Rosende

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Nº 2195 - 13 al 19 de Octubre de 2022

Los premios IgNobel, un juego de palabras de innoble (en inglés, ignoble), son una parodia de los Nobel, tal vez su contracara descontracturada, y están financiados por la revista científica de humor The Annals of Improbable Research (anales de investigaciones improbables).

¿No es reconfortante saber que existe esa combinación insólita de ciencia y humor? Pero no solo existe, lleva 32 años ininterrumpidos concediéndose a investigaciones que pueden parecer extravagantes, a veces cómicas o hasta ridículas. Pero cuidado con los juicios rápidos, pues los estudios premiados, además de ser o parecer graciosos, deben ser rigurosos: son condiciones para participar que el hallazgo resulte de interés para la ciencia y que esté debidamente publicado y revisado por revistas de prestigio. De hecho, muchos de los premiados son científicos reconocidos. Dice Marc Abrahams, director de IgNobel, que no en vano el espíritu del concurso es “primero hacer que la gente se ría, y después hacer que piense”. Los premios dicen “celebrar lo inusual y honrar lo imaginativo”.

Los temas y títulos de algunas de las investigaciones premiadas son en sí mismos una declaración de los principios del concurso. El orgasmo como descongestionante nasal, investigación alemana, turca y británica sobre 18 parejas que, según sus autores, demuestra que el orgasmo puede ser tan efectivo como los fármacos para la descongestión de la nariz y la mejora de la respiración nasal; La obesidad de los políticos como indicador de la corrupción, llevada a cabo por un grupo francés, suizo, australiano, austriaco y checo sobre 299 ministros de 15 países que formaron parte de la Unión Soviética, demuestra que la masa corporal está “altamente relacionada” con indicadores convencionales de corrupción; y Honestidad y deshonestidad en las estrategias del chismorreo, estudio que intenta establecer una fórmula para que el entusiasta del chisme sepa cuándo y qué compartir para obtener ganancias personales, algo así como un algoritmo útil a la hora de saber cuándo y cuánto lanzar murmuraciones.

Quizá la más graciosa de este año haya sido la de Gen Matsuzaki, Kazuo Ohuchi, Masaru Uehara, Yoshiyuki Ueno y Goro Imura, investigadores japoneses que han establecido la forma óptima de girar un pomo analizando la cantidad de dedos necesarios y la forma de colocarlos en función del tamaño del objeto a manipular, estudio que “puede ayudar a mejorar el diseño de pomos y tapas”.

Pero la que más se ha comentado es la investigación premiada con el IgNobel de Economía que alerta contra el paradigma de lo que sus autores llaman la “meritocracia ingenua”. Partiendo del relato que asocia el éxito a factores como conocimientos, trabajo e inteligencia, los científicos italianos Alessandro Pluchino, Andrea Rapisarda y Alessio Biondo se preguntaron por qué razón hay tantos mediocres que ascienden y tantos talentosos que permanecen ignorados. Y procedieron a desarmar esta creencia a través de un modelo matemático.

“Las culturas occidentales son altamente competitivas y su paradigma meritocrático se basa en cualidades personales como el talento, la inteligencia, las habilidades, la astucia, el esfuerzo, la voluntad, el trabajo duro o la asunción de riesgos”. Así comienza este trabajo, que parte de la sospecha de que “hay un ingrediente oculto entre los bastidores de la meritocracia”.

Talento vs. Suerte: el rol del azar en el éxito y el fracaso plantea que las cualidades valoradas para triunfar siguen una distribución gaussiana o normal en torno a la media, es decir, que la mayoría tiene un coeficiente intelectual medio, mientras que por arriba y por abajo quedan solo unos pocos. Sin embargo, la distribución de la riqueza sigue el principio de Pareto: hay mucha gente pobre y pocos multimillonarios o exitosos. De esa forma, lo que marca las diferencias sería la suerte, que hace que las personas inteligentes y capaces y esforzadas sean superadas por los mediocres. A tal atribución fortuita la denominaron “meritocracia ingenua” porque confunde los logros con lo que sería obra de la suerte, y así, no triunfarían los talentosos sino los afortunados. El dios azar y todo aquello que escapa de nuestro control sería “el factor escondido” que ejerce una fuerza determinante, clave y explicación del éxito.

Alessio Emanuele Biondo, miembro del equipo galardonado, dice que “es cierto que es necesario cierto grado de talento para triunfar en la vida, pero las personas con más talento casi nunca alcanzan las cotas más altas de éxito, son superadas por individuos mediocres pero sensiblemente más afortunados”. Y agrega que “se subestima el papel de la aleatoriedad entre los determinantes del éxito”. Como aporte, los autores sugieren desarrollar “estrategias capaces de contrarrestar el papel impredecible de la suerte y dar más oportunidades y recursos a los más talentosos, un propósito que debería ser el objetivo principal de un enfoque verdaderamente meritocrático”.

La ceremonia solía celebrarse en la Universidad de Harvard con la presencia de verdaderos premios Nobel, aunque este año y por tercera vez fue virtual. La mayor parte de la velada la ocupan los discursos de agradecimiento, pero la organización desaconseja extenderse demasiado porque entonces aparece una niña de ocho años, Miss Sweetie Poo, gritando: “Paren, por favor, que estoy aburrida”.

El surrealismo de estos premios deja al público algo más que risas y entretenimiento, y los galardonados, junto con la fama y la ignominia, reciben un premio que representa el espíritu del IgNobel: un billete de 10 trillones de dólares de Zimbabue, moneda desaparecida en 2015, cuyo monto supondría hoy algo menos de treinta centavos de dólar. La gala de entrega de premios termina todos los años con la misma frase: “Si no ganaste un premio, y especialmente si lo ganaste, ¡mejor suerte el año que viene!”.