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    El ñandú

    Desde que se instalaron los contenedores para residuos orgánicos y para inorgánicos cumplo meticulosamente la consigna.

    He visto con muy buenos ojos la clasificación de la basura en casas alemanas, catalanas, israelíes. Aquí la gente me dice que es todo una fachada y que después que llega a destino, la basura se mezcla y a nadie le importa nada.

    No lo creo y todos los días clasifico.

    Pero ayer, llegando a los contenedores de la plaza Matriz, me encuentro con que, si bien en el de los residuos orgánicos puedo tirar mi bolsa, en el naranja, en cambio, el que espera bolsitas y cartones —por un orificio alargado—, algo me lo impide.

    Al principio no comprendo. ¿Qué sucede?

    Un ser humano está de pie pegado al contenedor, con la cabeza completamente metida —hasta el cuello— en ese orificio con curioso diseño de agujero horizontal cuya punta se agranda.

    No es la primera y triste vez que me pasa que debo esperar a que un ser humano, sin techo, deje de buscar en el contenedor algún material aprovechable.

    En esta ocasión el misterio surge de su inmovilidad. El hombre está completamente quieto, largos minutos, la cabeza invisible, quizás escrutando la oscuridad del recinto, quizás dormido. Sus manos están aferradas al borde del orificio, no revuelven, no se mueven.

    Me detengo a esperar, pero como tengo que irme a trabajar y no puedo hacerlo con las bolsitas en la mano, le digo a la persona, lo más amablemente que puedo: “Señor, ¿me permitiría tirar la basura por favor?”

    La silueta humana sigue inmóvil, estatuaria. Le repito el petitorio. No se mueve. Entonces dos o tres personas se acercan, me inquieta lo que sucede: ¿estará vivo?

    Señor, ¿está bien?

    Y la cabeza sale del agujero, súbitamente. Es un hombre joven, con el pelo apelmazado, aunque sus mechones no son exactamente rastas. Me mira con ojos penetrantes. Tiro mi basura y le agradezco el gesto. Como él ha quedado a mi lado para volver a meter la cabeza en el orificio, le digo con dulzura, completamente anonadada: “Señor, ¿por qué no va a un refugio?”

    Y él me contesta prestamente: “Señora, ¿por qué no va usted?” No le respondo su pregunta, sino que insisto en mi propuesta: Por favor, vaya a un refugio, le darán sopita caliente, una cama, mantas… El hombre se ríe estrepitosamente: “¿Yo? ¡A un refugio jamás! ¡Usted no sabe lo que es un refugio!”

    Tiene razón, en su locura manifiesta una lucidez abrumadora. Yo no tengo ni idea de cómo son los refugios, pero por lo que pago de impuestos me imagino que con ese dinero el Estado puede brindar sitios decorosos. Muy confortables comparados con el contenedor. Le contesto: “Señor: todos queremos que ustedes tengan un lugar, que estén bien”.

    La conversación no prosigue porque el hombre vuelve a meter su cabeza en el orificio.

    Y me voy al trabajo. Hago como el ñandú, como lo que estamos haciendo todos los uruguayos. Hemos cambiado de políticos, pero la pobreza sigue ahí, profundamente latinoamericana.

    Conozco las cifras de reducción de pobreza que dan los sociólogos. Soy un ñandú.