El olvido es imposible, moriremos recordando

El olvido es imposible, moriremos recordando

La columna de Gabriel Pereyra

6 minutos Comentar

Nº 2088 - 9 al 15 de Setiembre de 2020

El asesinato cometido en 1973 y confesado ante un Tribunal de Honor militar en 2018 por el exrepresor José Gavazzo, haciendo carambolas entre las circunstancias que vivió el país durante décadas, vino a causar, más de 40 años después, una crisis política entre el gobierno y la oposición de turno por el desafuero de un legislador, exjefe del Ejército, fuerza militar a la que pertenecía el mencionado asesino.

Y, sin embargo, a pesar de esta evidencia que rompe los ojos, reivindicar la memoria sobre lo ocurrido en los años del plomo, o admitir que el olvido es imposible, lo pone a uno de un lado de una de las tantas grietas que esta pequeña comunidad espiritual que es el Uruguay ha ocasionado o inventado a lo largo de sus últimas décadas de historia.

Lo pone a uno del lado de los que no hacen nada por olvidar el pasado para así dejarlo atrás, como si esa fuese una decisión que uno puede tomar a voluntad.

Dejemos de lado el hecho de que quienes esto dicen o usan como argumento acusatorio son gente como el senador Guido Manini Ríos, que mientras que el país se debatía en cómo enfrentar la pandemia y veía surgir ollas populares como hongos tras la tormenta, aprovechó el 14 de abril en la llamada “media hora previa” en el Senado para recordar un sangriento episodio ocurrido en esa misma fecha, pero de 1972. Revolviendo la fétida olla del pasado reciente.

Pero el motivo de esta columna no es emprenderla contra quienes —lo han demostrado en estos días de manera lastimosa, pero para nada exclusiva— están haciendo de la contradicción un modus vivendi político.

Se trata de advertir que, en lo referente al pasado reciente como a cualquier otro aspecto de la vida, no es necesario reivindicar la memoria, porque ¿cómo hace un ser humano para no recordar? Y mucho más cuando hablamos de experiencias traumáticas.

“Quizás, en el futuro, podremos tomar una pastilla para recordar mejor y otra para olvidar experiencias dolorosas o traumáticas”, dijo el científico Michael Gazzaniga en un simposio en Barcelona que registró el diario La Vanguardia.

Mientras eso no se invente, es imposible no recordar. Y cómo. En la misma nota se señala que los pasajeros que sufrieron el naufragio del trans­atlántico Costa Concordia “experimentaban sensaciones recurrentes de frío, humedad, desamparo. Sobre todo aquellos que tardaron más en ser rescatados, los que sufrieron por su vida, tenían problemas para dormir, experimentaban sentimientos de rabia y de miedo”.

Pero la ignorancia, sumada a la mala intención y a un sentimiento de culpa, lleva a algunas personas a etiquetar a quienes reivindican, sin necesidad de hacerlo, la memoria. En todo caso, lo que sí tiene sentido reclamar es hacer de la memoria un hecho político, o judicial, que permita poner un manto de justicia allí donde solo hubo injusticia.

Porque una vez que los hechos vividos por una persona toman estado público esos hechos empiezan a formar parte de la memoria colectiva. Y la memoria colectiva es algo muy importante para cualquier comunidad.

Es así que no podemos olvidar, aunque queramos, que en años de dictadura a 28 uruguayos los trajeron de Argentina y los ejecutaron, aunque los responsables sigan diciendo que aquí los detenidos murieron en la tortura. Sin embargo, el maestro Julio Castro, cuyos restos fueron encontrados enterrados en un batallón, lucía un balazo en la cabeza. Ejecutado.

¿Cómo olvidar los testimonios que cuentan que, antes de desaparecerla, a la militante anarquista y maestra Elena Quinteros la quemaban con agua hirviendo?

¿Cómo olvidar que al dirigente comunista Jaime Pérez le arrancaron las uñas con una pinza y que, según sus compañeros de cautiverio, gemía con una voz que no era humana, que parecía una bestia aullando? ¿Y los niños?

Y la memoria no es selectiva en esto. Personalmente a veces me acuerdo de Roque Arteche, un pobre preso común que los tupamaros reclutaron y escondieron en una casa, donde no pudo con su condición y robó unos pesos. Los revolucionarios lo llevaron a un basural y le rompieron la cabeza a golpes. Ni una bala gastaron. No puedo olvidar yo, que nada tuve que ver.

No es que la memoria colectiva seguirá activa políticamente en torno a estos hechos mientras haya ciudadanos desaparecidos. No. Aunque aparezcan todos, aunque se hiciera justicia con todos y cada uno de los responsables de la barbarie, aún así, el olvido seguirá siendo imposible.

Cuando muramos todos esto se solucionará, dijo alguna vez el expresidente José Mujica. Y se equivocaba.

Incluso si el fallecido es un militar acusado de represor es altamente probable que sus familiares, sus hijos, su esposa, no olviden jamás los momentos vividos. Y el camino intangible de los recuerdos seguro los llevará por vericuetos terribles: ¿fue mi padre un psicópata cuando estaba en su trabajo? ¿A cuántos habrá asesinado en defensa de sus ideas? ¿Habrá violado a detenidas mi marido?

No importa lo que digan públicamente. ¿Son seres humanos? ¿Sus cerebros tienen hipocampo, cerebelo, lóbulos, ganglios, etc.? Salvo que sufran una enfermedad muy grave, recordarán.

En lugar de debatir y agredirnos por el olvido o la memoria, mejor deberíamos disponernos a ver cómo lidiamos con esos recuerdos de hace medio siglo. Asumir que son tan potentes que sus ecos provocan hechos políticos en la actualidad. Provocar las condiciones para que no nos vuelvan a dividir ni a enfrentar. Admitir que el dolor no tiene color político. Y no caer más en la tontera de hablar sobre ojos en la nunca, porque la memoria no es una consigna a alcanzar, sino un hecho irrevocable.

Estamos condenados a no olvidar. El qué es un hecho ineluctable: con esos recuerdos vivimos y con ellos moriremos. El cómo, en cambio, es opcional, y de ello depende si, a pesar de los pesares, podemos dejarle como herencia a las futuras generaciones recuerdos más amables, menos dolorosos, más entrañables, menos injustos, que no nos lleven hacia pesadillas, de las que despertamos transpirando de tanto escarbar con uñas sangrantes la tierra seca, tratando de encontrar a quienes aún faltan a la mesa.