N° 1861 - 07 al 13 de Abril de 2016
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En caso de que tengas dudas o consultas podés escribir a [email protected] contactarte por WhatsApp acáEl padre de Porcia quiso asegurarse de que la luz de sus ojos tuviera la ventura que él ya no podía darle. Le dejó la bendición de un posible matrimonio bajo la forma de tres cofres; el que pretendiera a esta hermosa veneciana debía acertar con la caja exacta, y recibir, por tanto, el mandato de un compromiso solemne y a la vez sentido pero también la correspondiente dicha de ese tesoro adornado por una no despreciable dote. Cada cofre era de un material distinto y tenía una inscripción alusiva. Uno de ellos era de oro y rezaba: “Quien me escoja ganará lo que muchos desean”. El segundo, todo de resplandeciente plata, no era menos prometedor: “Quien me escoja obtendrá tanto como merece”. El tercero de ellos estaba hecho de grotesco plomo y con muy rudos trazos; su leyenda, sin embargo, parecía sugestiva: “Quien me escoja debe dar y aventurar todo lo que tiene”.
Es fácil de imaginar la ronda de aventureros que quisieron tentar esa elección, aunque conviene saber que el padre de la chica, con ánimo taxativamente previsor, estableció que para calificar en la apuesta había que presentar bienes considerables, muy por encima de las posibilidades comunes en la rica y serenísima república de entonces. La obtención de esos bienes por parte de Bassanio, uno de los aspirantes, el que verdaderamente está prendado de Porcia por lo que ella es más allá de su fortuna, y el que al mismo tiempo recibe muestras de interés de parte de la muchacha, es el disparador del argumento de El mercader de Venecia. Me adelanto: luego de muchas incidencias, Bassanio consigue calificar y elige el cofre de plomo, donde está realmente el tesoro que busca. Pero esto no me interesa hoy, sino que quiero reparar solamente en la elección del cofre de plata que realiza el ampuloso pero reflexivo príncipe de Aragón, en la última escena del segundo acto.
El príncipe, como cabe a la caricatura de todo español que realiza el inglés Shakespeare, es fatuo, es altisonante; pero el ruido de sus propias palabras no le impide ser profundo. Al rechazar el cofre de oro, razona: “No escogeré lo que muchos desean porque no quiero ponerme al nivel de los espíritus vulgares y confundirme en las filas de las bárbaras muchedumbres”. Por eso se concentra en la otra valiosa caja y plantea bajo la modalidad de pregunta retórica el obvio dilema entre la soberbia y la recta y prudente apreciación de la realidad: “Bien; ahora a ti, palacio de plata; recítame de nuevo la inscripción que llevas. Quien me escoja obtendrá tanto como merece. Y está muy bien dicho, porque ¿quién intentará engañar a la fortuna y pretender elevarse en honores si no tiene méritos para ello?”.
La respuesta es un consejo que los necios de entonces y los de ahora, los mentirosos del siglo XVII y los ruinosos mediocres que intoxican nuestra existencia en estos días, no supieron escuchar, porque para vivir en la verdad hace falta un coraje y una dignidad que los cobardes y los abyectos son incapaces siquiera de concebir: “Nadie presuma investirse de una dignidad inmerecida. ¡Oh, si fuera posible que los bienes, las jerarquías, los empleos, no se alcanzaran por medio de la corrupción!”. La turbación de esta línea de pensamiento lo lleva al campo de la proyección, al ensueño de la moral; es así que expresa una declaración de deseos, un dibujo de lo que debería ser el mundo si la decencia se impusiera por sobre la corrupción: “¡Si fuera posible que los honores se adquirieran siempre por el mérito del que los obtiene! ¡Cuántos hombres andarían vestidos que ahora van desnudos! ¡Cuántos son mandados que mandarían! ¡Cuánta baja rusticidad se encontraría al separar el buen grano del verdadero honor, y cuánto honor se recogería entre los escombros y las ruinas hechas por el tiempo, para restituirle a su antiguo esplendor!”.
Lo dicho por el príncipe de Aragón adquiere especial sentido en estos tiempos donde la inmundicia moral de los gobernantes queda tan impúdicamente expuesta ante la indiferencia ovejuna de sus votantes. Es una muestra de lo mucho que habrá que hacer para reparar en algo los cristales rotos de la confianza pública y de la dignidad ciudadana.