Agradezco la siguiente carta, con motivo de la publicada al Prof. Dr. Pedro Kasdorf, quien tuvo la deferencia de responder a la que me publicara Búsqueda el pasado 28 de diciembre.
, regenerado3Agradezco la siguiente carta, con motivo de la publicada al Prof. Dr. Pedro Kasdorf, quien tuvo la deferencia de responder a la que me publicara Búsqueda el pasado 28 de diciembre.
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En caso de que tengas dudas o consultas podés escribir a [email protected] contactarte por WhatsApp acáEl distinguido profesor reconoce que la dignidad es inherente a todo ser humano. Pero, según interpreto, considera que ello no tiene como consecuencia que la vida sea irrenunciable; por lo que, si alguien entiende que su vida no es digna y renuncia a ella, le da a otra persona la posibilidad de quitarle la vida.
Quizás sea conveniente aclarar los términos, para ver si hablamos de lo mismo, porque con el significado que empleo del concepto de dignidad inherente, se concluye en la irrenunciabilidad del derecho a la vida de toda persona. Y el proyecto de ley de eutanasia contradice ambos principios.
Digno es “aquello que, por ser lo más valioso, debe ser valorado”. Este es el sentido principal o sustancial de dignidad: refiere al sujeto digno. También se emplea el término digno, en sentido accidental o ético, para referirse “a las acciones que implican reconocer esa dignidad sustantiva”. Mientras que las personas siempre son dignas (sentido principal), sus acciones pueden ser dignas o indignas (sentido accidental o ético).
Inherente significa “inseparable de la esencia de algo”. La dignidad sustancial es inseparable del ser humano: por eso, todo ser humano es, por ser humano, digno. De allí que todos tengan una dignidad esencial igual, y que esta no pueda perderse, que sea objetiva: depende de que ese sujeto sea un ser humano; no depende de en qué situación esté, cuánto tiempo de vida le quede, qué grado de salud, sufrimiento o autonomía tenga ni de cuánto tiempo de vida le quede, y no depende de que se perciba y valore como digno.
El Dr. Kasdorf señala que es parte la libertad individual considerar si uno es digno o no; de acuerdo, pero esa consideración no tiene como efecto que esa persona deje de ser digna (porque sigue siendo humana). Es comprensible que alguien no se considere digno en determinadas circunstancias, pero ello no determina que los demás no deban considerarlo digno y actuar en consecuencia. Es más, esa persona necesita más que los demás le manifiesten que es digna; todos necesitamos de la valoración de los demás, pero quienes están en una situación de mayor vulnerabilidad necesitan más de esa valoración.
Como los seres humanos no somos islas autónomas, sino que precisamos de los demás para poder desarrollarnos, necesitamos de ciertas acciones u omisiones de los otros. Y como somos dignos, los demás deben valorarnos y, por eso, querer nuestra existencia y desarrollo (nada que se valore se elimina, o se impide su desarrollo). Por consiguiente, las acciones u omisiones que necesitamos de los demás para poder desarrollarnos son debidas por ellos (son sus deberes) y son merecidas por nosotros, nos corresponden (son nuestro derecho).
Así como la dignidad es inherente, también hay acciones u omisiones que nos corresponden de modo inherente, por ser humanos: son los derechos inherentes a la personalidad humana (art. 72 de la Constitución). Todo ser humano, por serlo, necesita que los demás no lo maten, para poder existir y desarrollarse; y los demás no deben matarlo, porque lo exige su dignidad (deben reconocerlo como lo más valioso y, por tanto, no deben matarlo). Esa necesidad y esa dignidad es inherente: por ello, ese derecho, el derecho a no ser matado, es inherente, de carácter objetivo, igual para todo ser humano, independiente de circunstancias y de cualquier apreciación o decisión.
Por eso, la igual dignidad inherente a cada ser humano es el fundamento de todos sus derechos, y los derechos humanos son la expresión de esa dignidad: son los deberes que los demás tienen en virtud del reconocimiento de esa dignidad.
Esta es la clave, la piedra fundamental de todo el orden jurídico de nuestro país y de toda democracia constitucional de derecho. Así se reconoció en 1948, en la Declaración Universal de Derechos Humanos, luego de esa página oscura de la historia en la que “el desconocimiento y el menosprecio” de esa “dignidad intrínseca” y de los consiguientes “derechos humanos” originó “actos de barbarie ultrajantes para la conciencia de la humanidad” (preámbulo): no hay vidas humanas sin valor; “todos los seres humanos” son “iguales en dignidad y derechos” (Declaración Universal de los Derechos Humanos, artículo 1º). Esto no es una mera opinión filosófica, es un mandato para todos los legisladores del mundo.
Por eso, el Estado no puede establecer (como lo haría en una ley de eutanasia) que hay vidas con valor social y, por tanto, irrenunciables (valen para la sociedad, aunque su sujeto no la valore y, por ende, las tutela penalmente y les ofrece valoración y ayuda), y otras —las de los eutanasiables— que, desde el mismo momento de la sanción de la ley, y por su imperio, dejan de ser irrenunciables, son devaluadas socialmente y, por eso, se les ofrece matarlas y, si ellos también dejan de valorarla y aceptan la oferta, se las debe matar.
El Estado no puede discriminar de esa forma a quienes más valoración, ayuda y alivio necesitan y que son igualmente personas, seres dignos, lo más valioso, y merecen toda esa ayuda, en lugar de la presión de sentirse devaluadas, una carga molesta que la sociedad ofrece eliminar.
En cuanto a los ejemplos que señala el Prof. Kasdorf como casos en que, en el ordenamiento jurídico vigente, el derecho a la vida sería renunciable, no lo son. Ni en la situación de negativa a tratamientos por la ley de voluntades anticipadas, ni en la de la no sanción del suicidio se está renunciando válidamente al derecho a la vida en su núcleo esencial. En efecto: en ambos permanece el deber de todos de no matar (y el consiguiente derecho a la vida). Por ello, si el médico provoca la muerte a quien se opuso a algún tratamiento, comete homicidio, y si alguien ayuda a un suicida a matarse, comete delito de ayuda al suicidio.
El derecho vigente armoniza dignidad y libertad. Como toda persona es igualmente digna, todos deben querer su existencia, nadie debe matar a nadie; todos deben querer el desarrollo de todos, desarrollo que, en cuanto humano, solo es tal si es libre. Por eso, no se puede imponer a una persona (sí ofrecerle) lo que necesita para desarrollarse, porque su desarrollo es libre. Pero nunca se lo debe dañar intencionalmente (y menos, matarlo): “primum non nocere”. El primer deber es omisivo: no dañar. La primera y más mínima regla de convivencia social es no matar. El primer principio que funda este deber (y todo deber ético y jurídico) es que toda vida humana vale, con valor inherente supremo (“de fin en sí, no de medio”, al decir de Kant): con valor de dignidad.
Dr. Diego Velasco Suárez
CI 3.683.909-5