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En caso de que tengas dudas o consultas podés escribir a [email protected] contactarte por WhatsApp acáCualquier sistema que pretenda llamarse Constitucional, Republicano y Democrático requiere un mínimo indispensable: cimentarse en un Estado de Derecho. Y Estado de Derecho, a su vez, supone esencialmente que todos quienes lo integran, pero muy especialmente los poderes públicos, se sujeten a reglas jurídicas preestablecidas, sometidos a la Constitución y a las Leyes que lo rigen.
Todos conocemos cuantos gobiernos autoritarios, dictaduras y personajes “iluminados” -da igual tanto de izquierda como de derecha- pretenden habitualmente justificar sus arbitrariedades en el populismo falaz de lo “político por encima de lo jurídico” o lo “justo” por encima de lo legal, y claro, siempre haciendo alharaca de sus “buenas intenciones” de defender a los pobres y a los necesitados.
Pero en democracia, el medio y la forma son tan importantes como el fin. No hay nada bueno, moral ni justo en violar el estado de Derecho aún bajo pretexto de defender al más débil, al invocado “pueblo”. En un régimen constitucional y republicano, Libertad, Justicia, y Certeza Jurídica, caminan siempre de la mano.
Claro que todos sentimos una inevitable atracción al romanticismo de un Robin Hood que roba a los ricos para darle a los pobres, y hasta con los “principios” y “rectitudes morales” de la mafia como nos la muestra Hollywood en “El Padrino”, pero nada más peligroso para una sociedad constitucional y republicana que permitir que el Estado procure sus fines sociales como si se tratase de un héroe al estilo Schwarzenegger.
La justicia social y la atención de las necesidades de los más débiles y vulnerables son un fin propio del Estado y es éste quien debe hacerse cargo de su protección, siempre en el marco de la más estricta observancia de las reglas vigentes del Estado de Derecho.
Y estas reglas, en todo estado de derecho moderno, exigen el respeto de los derechos legítimamente adquiridos por los particulares, es decir, al amparo del régimen jurídico que rige a todos los ciudadanos por igual.
Estos derechos, si en su momento fueron válidamente adquiridos de acuerdo con la normativa vigente, no deben (ni pueden), luego, ser “incautados” por ningún poder del Estado, aun cuando éste alegue hacerlo en beneficio de los más débiles. Cualquier confiscación de derechos individuales, aún económicos, no es una “reestructuración” sino un toqueteo injustificable del orden jurídico constitucional.
Si el Estado o el poder público, en cumplimiento de un loable fin social, quiere ayudar a una parte de su población (por ejemplo a los excesivamente endeudados), debe hacerlo con recursos públicos, financiándose para ello como dicta la Constitución, a través de la imposición de tributos, formal y legalmente impuestos y, sobre todo, pre-establecidos y conocidos de antemano por quienes luego los deberán soportar.
Podría perfectamente, si lo entiende justo, y en todo caso con dineros públicos, abrir líneas blandas de crédito a los deudores (por ejemplo a través del BROU) para refinanciar sus deudas en mejores condiciones.
Lo que de ninguna forma puede es expropiar derechos de crédito de los cuales sea propietario un legítimo prestador de dinero, para beneficiar económicamente a sus deudores. El Estado no puede cambiar las condiciones ni quitarle a los particulares derechos lícitamente adquiridos por un contrato válido, celebrado entre personas plenamente capaces, mayores de edad y que cumplieron con la normativa vigente al momento de su firma, variando retroactivamente las condiciones de una relación jurídica que fue libremente acordada por las partes de acuerdo a Derecho.
O mejor dicho, sí puede, lo que no puede es hacerlo: ni i) retroactivamente, ni ii) gratis. En todo caso nuestra constitución prevé el mecanismo de la expropiación por razones de interés general, pero condicionando su ejercicio a la reparación del perjuicio que su decisión provoque al expropiado.
Días atrás la Prof. Dra. Dora Szafir (por quien no sólo siento enorme respeto jurídico sino también gran aprecio personal) volvió a defender públicamente, una vez más, el derecho de los magistrados a interferir en relaciones contractuales privadas, modificando a su arbitrio las condiciones en que habían contratado las partes, rectificando la ecuación económica que resulta de contratos vigentes, en caso de considerarlas injustas.
Ya antes había colaborado en el intento de promover una legislación sobre la “excesiva onerosidad superviniente”, contra la cual el año pasado publicamos en este medio dos notas manifestando nuestra frontal oposición al proyecto (que por suerte luego pasó al olvido) por similares razones a las que nos convocan ahora. Esta “reestructuración de deudas” no es otra cosa que un nuevo intento por modificar contratos vigentes entre particulares por entender que las condiciones, aunque aceptadas voluntaria y libremente por acuerdo de las partes, serían desfavorables para una de ellas y por lo tanto a su entender ello justifica que el Estado intervenga y “corrija” esa situación.
Así, lo “justo” por encima de lo jurídico supuestamente autorizaría, por razones morales, a incumplir el orden jurídico vigente.
Es inevitable recordar los dichos del integrante del gremio estudiantil: “la LUC no me representa” y la respuesta del Ministro de Educación, “Las leyes vigentes no tienen por qué representarnos, pero nos rigen y obligan a todos por igual”.
¿Cómo podría alguien mañana, si eso se desconociera, celebrar cualquier tipo de contrato, toda vez que por muy responsable y diligente que sea y por mucho que al hacerlo cumpla puntillosamente con todos los requisitos y condiciones que la ley vigente le impone, aún así el Estado pudiese al día siguiente cambiarle las reglas de juego retroactivamente a su antojo?
El proyecto llega al grado de establecer (art. 20) que “De acreditar el deudor que las empresas financieras han actuado con culpa al momento de otorgar los créditos, se perdonarán los adeudos sin más trámite”. Y ello sin ni siquiera definir cuándo ni con qué criterio habrá de considerar el Juez que el crédito se otorgó “con culpa”, aun cuando se hayan cumplido todos los requisitos legales vigentes al momento de su otorgamiento (caso contrario el contrato sería nulo y la ley innecesaria).
Tampoco podemos aceptar la irresponsable ingenuidad de nuestros gobernantes de creer que ello es impune. Cada vez que el Estado pretendió “legalizar” el incumplimiento de contratos vigentes le fue como la mona, pues el mercado se lo cobró con creces. Y lo peor es que al final siempre acaban pagando aquellos a quienes la demagogia decía defender. Cuando se suspenden los lanzamientos, los precios de los alquileres se van a las nubes; cuando se suspenden las ejecuciones, se retrae y encarece el crédito para quien lo necesita. Los etcéteras son interminables.
Finamente recordemos algo que parece estar pasando desapercibido en la discusión sobre el tema: todos los poderes públicos del Estado son responsables de sus actos y decisiones, incluso el Poder Legislativo.
No podemos ser tan ingenuos en pensar que una “reestructuración” de deudas, por la cual se le confisquen derechos patrimoniales a acreedores para beneficiar a los deudores, será gratuita para el Estado.
La responsabilidad de las decisiones de los ocasionales gobernantes de turno está tutelada por el orden jurídico que garantiza la Constitución.
De acuerdo con ésta (en su art. 32) “La propiedad es un derecho inviolable, pero sujeto a lo que dispongan las leyes que se establecieren por razones de interés general. Nadie podrá ser privado de su derecho de propiedad sino en los casos de necesidad o utilidad públicas establecidos por una ley y recibiendo siempre del Tesoro Nacional una justa y previa compensación.”
Y nadie puede dudar de que los derechos de los acreedores (en las deudas que se pretende “reestructurar”) son parte del actual patrimonio de éstos y como tales su “propiedad”. Quitárselos, limitárselos, reducírselos o condicionárselos, constituyen una expropiación en sentido estricto.
¿Puede hacerlo el Estado? Sí, puede, pero haciéndose responsable de la propiedad que les quite o reduzca y asumiendo el Tesoro Nacional el costo de su “justa y previa compensación” a la que obliga nuestra Constitución vigente.
A todos nos seduce el romanticismo de la búsqueda de justicia social que impregnan todas las propuestas demagógicas y populistas. Pero creerlas cual encandilados y pensar que ese loable objetivo tiene fáciles atajos que acaba de descubrir algún político iluminado, es otra cosa. ¿A quién podría no gustarle un mecanismo instantáneo por el cual los deudores no tengan que pagar sus deudas o las puedan cancelar con mayor benevolencia que a la que contractualmente se comprometieron? Sólo a un mal tipo.
Pero las fantasías de lograr el fin de justicia social y defender a los más débiles por una simple decisión gratuita e inmediata del gobierno, por muy seductoras que sean, no son creíbles ni reales. Lamentablemente la demagogia populista nunca paga el costo, si sus propuestas no son aceptadas es porque nosotros, “los malvados que queremos perjudicar a los más débiles”, no se lo permitimos.
Claro que las empresas suministradoras de crédito no votan y los miles de deudores sí; y esa cuenta en general sí la saben hacer los políticos.
Pero mucho más nos cuesta resignarnos a escuchar que nuestros juristas, jueces o profesores de Derecho afirmen que el patrimonio de los particulares puede ser confiscado legalmente sin ninguna reparación económica.
La Constitución lo prohíbe expresamente. Y el día que eso no nos importe, chau Estado de Derecho. QEPD.
PD: Este es el tipo de nota que a uno no le gusta escribir. Lo hace sentir como si estuviera pinchando globos a los niños. Pero peor es ver cómo hay quienes lucran políticamente generando falsas expectativas en la gente, haciendo públicamente promesas que de antemano saben que luego no podrán cumplir.
Dr. Fernando Arbiza