Nº 2107 - 21 al 27 de Enero de 2021
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En caso de que tengas dudas o consultas podés escribir a [email protected] contactarte por WhatsApp acáLos humanos del siglo XXI tenemos una relación bastante particular con la evidencia. Nos encanta cuando un detective la obtiene en una serie de ficción y con eso condena a un criminal. O nos parece notable usarla cuando sirve para apuntalar una idea que ya teníamos sin ella. Amamos la evidencia cuando confirma un prejuicio o una intuición. En cambio, sospechamos de ella cuando contradice alguna de nuestras “convicciones aproblemáticas de fondo”, esas de las que hablaba el pensador alemán Jurgen Habermas. La evidencia deja de ser importante cuando no dice lo que queremos que diga.
Esto contradice el papel que, se supone, le hemos asignado a la hora de tomar decisiones en nuestra vida colectiva. Usamos la evidencia para tasar la culpabilidad de un criminal, para calibrar si una ley da resultados o no, para saber si una política pública cumple con aquello para lo que fue implementada. Y en el ámbito privado lo mismo: la usamos para ver si la campaña de marketing funcionó o no, para saber si estamos obteniendo los resultados que queríamos o no. En teoría, claro. En los hechos la cosa es menos clara porque la evidencia no existe ni se obtiene en una cámara de vacío sino en la realidad. Y quienes se esfuerzan por obtenerla (o por ocultarla, ocurre seguido) son personas con agenda propia, partidaria o ideológica. Por eso la evidencia muchas veces se limita a ser una invocación más que una herramienta real.
En un artículo publicado hace ya unos años, el politólogo español Kiko Llaneras (un habitué en las citas de esta columna) proponía el concepto de Política Basada en la Evidencia: “La idea es sencilla. La Política Basada en la Evidencia busca que las políticas públicas estén (más) informadas por evidencias fruto de investigaciones rigurosas. En la práctica, esto pasa por incorporar conocimiento empírico en todas las etapas del proceso, desde que se identifica el problema, hasta que se formula e implementa una política que lo enfrente. Supone también verificar el éxito o fracaso de acciones en funcionamiento, e incluso llevar a cabo ensayos para evaluar un programa antes de su puesta en marcha”.
Lo de Llaneras es, en los hechos, una declaración de intenciones parecida a la que mencionaba en el segundo párrafo: ese camino recto y limpio que plantea como metodología para que las políticas públicas no sean puro bolazo (o ideología, que es más o menos lo mismo) se encuentra muchas veces lleno de piedras que colocan, precisamente, los encargados del buen estado del camino. Esto es, los políticos. Políticos que no bajaron de una nave espacial sino que son parte de esa sociedad que gobiernan. Esa sociedad a la que se supone que mejor representan.
Veamos un caso concreto y en curso: la propuesta del senador por el Partido Nacional, Sergio Botana, de eliminar por ley la tolerancia cero al alcohol en conductores. Según cita una nota de El Observador el senador basa su proyecto en que el límite cero, vigente desde 2016, “no ha mejorado” ni ha “tenido resultados de impacto” en el número de fallecidos por accidente de tránsito. Tampoco ha afectado radicalmente el número de espirometrías que dan positivo.
La nota de El Observador se propuso ver qué tanto había de cierto detrás de unas declaraciones tan tajantes y, tras escarbar a lo largo y ancho de los datos que proporciona el organismo correspondiente, la Unidad Nacional de Seguridad Vial (Unasev) no pudo extraer conclusiones firmes en el sentido que declaró Botana. Apenas que “el número de conductores a los que se les constató presencia de alcohol en sangre se redujo en una proporción similar al total de accidentes y de lesionados”.
Más allá de la duda que me genera la urgencia que se supone existe por debatir un tema que se discutió hace media década (y que entonces contó con los votos de una parte del propio Partido Nacional), más allá de lo cara que sale la hora/legislador al erario como para meterse justo en este instante en este asunto y con esos argumentos, lo que sí parece claro es que los datos que se han recogido desde la aplicación del cero alcohol no son adecuados para evaluar la medida que se tomó. No lo son ni para las declaraciones del senador ni para confirmar la perspectiva de quienes creen que la medida ha sido adecuada.
Es más que dudoso el argumento de Botana ya que no cuenta con buena evidencia en ese sentido: las mediciones de la Unasev solo disciernen los casos que están por encima de 1,2 grados de alcohol en sangre, pero no los que están por encima o debajo del 0,3, que es el baremo al que se plantea volver. La evidencia tampoco dice de manera clara lo contrario, que la tolerancia cero haya cambiado demasiado las cosas. Quizá si durante estos cinco años la Unasev hubiera afinado sus instrumentos estadísticos, la cosa sería distinta. Pero no fue así. ¿Qué clase de política pública puede implementarse cuando no existe material para hacer un buen balance de lo hecho y que permita mejorar lo que hay que hacer? Por cierto, quien propone un cambio es responsable de explicar de manera detallada que lo que critica está mal, efectivamente está mal.
Ahora, la creciente creencia de que los datos son per se un fraude y que no existe la menor posibilidad de establecer alguna clase de verdad, no es solo material de chicaneo/debate parlamentario veraniego. Es cada vez más frecuente ver esa minimización del valor de la evidencia y de los métodos de decisión colectiva basados en ella, dentro de la propia ciudadanía. Esa de la que surgen los senadores y diputados.
Por poner un ejemplo también reciente: el diario El País publica una entrevista a una doctora en Inmunología, licenciada en Bioquímica por la Universidad de la República y docente de la Facultad de Medicina. La doctora habla con solvencia sobre las distintas vacunas y los posibles plazos de vacunación. Y hace lo que hacen los científicos: no va más allá de donde los datos la llevan. Los comentarios a la entrevista son en cambio pura descalificación: de su formación, de sus conocimientos, muestran el desprecio más completo a la formación científica y la convicción absoluta de que la ignorancia más insondable tiene el mismo valor que lo que expone quien lleva media vida estudiando un fenómeno. Ya no es solo que no se confíe en la evidencia, es que se la escupe y se arremete contra ella a la hora de intentar formarse una opinión.
Si algo parecen decir este caso y el debate más bien hueco en torno a la tolerancia cero en conductores (algún día hablaremos de lo mal que se maneja en Uruguay, en pedo o sobrio), es que venimos arrastrando problemas severos en la educación, especialmente en la educación pública que es a la que asiste la gran mayoría de la población. De la misma manera que la doctora del ejemplo resume el éxito de esa educación pública, siendo egresada y doctora por la Udelar, los comentaristas, que son muchos más que los médicos, parecen ser un indicador de su eventual fracaso. A este tranquito, el retorno de los brujos y los charlatanes será imparable.