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    El tango del horror

    Nº 2160 - 3 al 9 de Febrero de 2022

    La anécdota de hoy, contada en un boliche de los que ya no quedan, hubiese provocado a algún parroquiano una exclamación recurrente en tiempos pasados: –Pero, che? ¡Qué garrón!

    La época más exitosa de la cruzada del tango a la conquista de Europa transcurrió entre fines de la década de 1920 y mediados de la siguiente, y se centró en París, Francia. Fue iniciada por Eusebio Gobbi, los hermanos Pizarro, las orquestas de Fresedo y Canaro –a cuyos integrantes, al principio, se obligaba a vestirse como coloridos gauchos y, en casos excepcionales, a los pianistas encadenarse a su instrumento–, el violinista Pecci, el trío formado por Irusta, Fugazot y Demare y el propio Gardel, entre los más destacados de una larga lista de aventureros.

    De modo casual, me topé con un recorte de un diario francés, muy breve, publicado en 2015, recordando un hecho horroroso, tristísimo, seguramente recogido de antiguas documentaciones investigadas, que manchó esa etapa brillante de la música ciudadana rioplatense, sin que sus artistas de la época tuvieran responsabilidad pues se enteraron mucho después y solo los más longevos. También es claro que nadie puede negar que esta historia, conocida varios años más tarde, finalizada la guerra, fue escasamente difundida.

    Aunque Canaro lucía la mayor popularidad, fue la orquesta Bianco-Bachicha Deambroggio, primero con Jorge Raggi y enseguida con la cantante Teresita Asprella, muy superior, a quien me he referido antes como protagonista de otras circunstancias, la que convirtió en un éxito el tango Plegaria, de Eduardo Bianco, alrededor de 1925. Curiosamente, esta agrupación volvió a Buenos Aires poco después, pero Teresita se quedó y fue contratada por Canaro, quien además incorporó el tema a su repertorio en 1928 y logró una explosiva repercusión. Explosiva y tenebrosa.

    A comienzos de la década de 1930, París estaba inundada de militares y ciudadanos alemanes de clase alta que adherían al creciente movimiento nazi, moviéndose con presuntuosa arbitrariedad y presagiando lo que vendría después. La mayoría se enamoró de Plegaria, a tal punto que, ya en plena Segunda Guerra Mundial y sobre todo concluida esta, esa hermosa obra fue conocida, a partir de testimonios de los sobrevivientes de los campos de exterminio, como el tango de la muerte: fue elegido como uno de los temas que se obligaba a tocar a prisioneros músicos en las áreas de exterminio minutos antes de las ejecuciones.

    Es necesario decir que Eduardo Bianco, el autor, que murió en 1959, y Canaro, que popularizó Plegaria, fallecido en 1964, supieron de esta circunstancia. Confieso que no he podido hallar testimonios de ellos al respecto pero admito que pudo haberlos, sobre todo cuando la comunidad judía, luego del Holocausto, sacó a luz todo lo ocurrido. Teresita Asprella, en cambio, jamás se enteró.

    El de ella, al margen de esta peripecia conmovedora, fue un caso especial pese a que prácticamente toda su carrera se desarrolló en Francia. Nació en 1904 y todavía niña comenzó a cantar canciones criollas presentándose como La Goyita. Luego, tras aprender solfeo, guitarra y violín, dotada de gran simpatía y una voz muy afinada, inició un meteórica carrera en 1921, que la paseó como estrella por el Quinteto de los Maestros, dirigido por Angel D’Agostino, la orquesta de Eduardo Bianco y Bachicha Deambroggio, Francisco Canaro, Horacio Pettorossi –con quien grabó una magistral versión de ¿Dónde estás, corazón? en el sello Odeón de Francia en 1930– y en 1931 regresó a Argentina, donde continuó muy poco tiempo cantando en audiciones radiales.

    Abruptamente, siendo aún un suceso y habiéndose casado con Óscar Ghergo, un hombre no vinculado al ambiente artístico, desapareció de los escenarios. Tenía solo veintiocho años y la voz intacta. Jamás dio explicaciones; más tarde se supo de una larga enfermedad que la llevó al final de su vida a los cincuenta años. Otros éxitos suyos fueron Esclavas blancas, Arrepentida y Cancionero.

    Plegaria tiene, según hay consenso de entendidos, una preciosa melodía y una letra muy cuidada. El uso que hicieron los nazis de ellas fue una despreciable ironía:

    Plegaria que llega a mi alma/ al son de lentas campanadas,/ plegaria que es consuelo y calma/ para las almas desamparadas./ El órgano de la capilla/ embarga a todos de emoción/ mientras que un alma de rodillas/ pide consuelo, pide perdón…