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La historia es verdadera y todavía está en curso. Un cura de Lyon fue acusado por varios hombres de haber sido sus víctimas de abusos sexuales 30 años atrás, cuando participaban en un campamento scout organizado por la Iglesia Católica. En un principio, el director y guionista François Ozon pensó en realizar un documental. El material era suficientemente dramático por sí mismo. Se entrevistó con los dañados, investigó por su cuenta, cotejó datos. Pero finalmente se decidió por llevar el tema al terreno de la ficción. Era menos traumático inventar nombres y colocar actores que hacerlo con los verdaderos protagonistas.
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La película se abre con el católico practicante Alexandre (Melvil Poupaud), casado y con cinco hijos. En una de sus visitas a la casa de Dios reconoce al cura Bernard Preynat, el mismo que lo manoseó cuando Alexandre era un niño. Lo habla con su esposa, con sus hijos, con su madre, y decide encararlo. Su esposa e hijos lo alientan a cotejar su pasado, a ponerle palabras a la pesadilla, a buscar el posible perdón de su agresor, mientras que su madre, en una reunión familiar, le dice que eso pasó hace más de 30 años. Y muy suelta de cuerpo agrega:
Como tantas veces, el verdadero problema se origina en el núcleo familiar más íntimo. Haber sido abusado por un cura y todavía tener que soportar a una madre que minimiza el hecho, vaya viaje de arena gruesa. Los que cometen las barbaridades y los que las ocultan.
Acuerda un encuentro con el cura y una mediadora de la Iglesia. El padre Preynat lo recuerda inmediatamente, admite sus malos comportamientos y se reconoce enfermo pero no le pide perdón. La escena, una de las más intensas de la película, finaliza con los tres tomados de la mano y rezando. Alexandre tiembla. Y se fastidia. Sube unos peldaños en la apuesta e intenta llegar al cardenal Barbarin (François Marthouret), un atildado representante del clero que se muestra sorprendido y supuestamente molesto por semejante comportamiento, pero que deja pasar el tiempo y no hace nada. Mirar hacia el costado, otro de los valores que mucha gente practica. El pedófilo Preynat sigue dando misa, sigue en contacto con niños, sigue perteneciendo a la Iglesia. Los servidores de Dios no pueden ser juzgados por los hombres. Hay instituciones blindadas.
Una segunda historia emerge con François (Denis Ménochet, el actor de Bastardos sin gloria, de Tarantino), esta vez una víctima más indignada y combativa. Ya no solo quiere que el pedófilo deje la Iglesia, sino que sea encarcelado. Ahora también hay una denuncia policial. Los damnificados crecen, se reúnen, se organizan y declaran, dan detalles escabrosos. Los policías toman notas a máquina. Es estremecedor. Ozon solo deja correr la realidad y la registra. El pedófilo es una figura siniestra, en muchos casos peor que un asesino. Sin embargo, el realizador francés, muy atinadamente, no deja nunca que la cosa se desborde.
Por gracia de Dios (Grace á Dieu, Francia-Bélgica, 2018, 137 minutos) también cuenta con la intervención de Emmanuel (Swann Arlaud), la tercera víctima y la más vulnerable, el que más herido ha salido de todo esto. Los hechos se difunden, salen a luz. Son muchas las víctimas de Preynat. El cardenal Barbarin da una conferencia de prensa y comete un lapsus divino:
—Estamos frente a hechos antiguos, que gracias a Dios están prescriptos.
—¿Se da cuenta de la violencia de lo que acaba de declarar? —le increpa alguien desde el público—. “Gracias a Dios” es por suerte.
—Oh, sí, no resultó afortunada mi expresión, no quise decir eso… —se ataja el cardenal.
Ozon se ha movido por diferentes estilos, pero siempre incomoda en el buen sentido de la palabra. Plantea temas con muchas puntas y no necesita apretar el acelerador para conseguir conflictividad. Se podría decir que tiene un dominio silencioso de la intensidad. Nada tiene que ver el drama metafísico de Bajo la arena (2000) con Ricky (2008), la historia de un niño volador, o con el thrillerAmante doble (2017), sobre la locura y la cuestión del otro. Nada tiene que ver Frantz (2016, en blanco y negro, ambientada a la salida de la I Guerra Mundial) con el triángulo amoroso e inquietante de La piscina (2003) o las tribulaciones de una niña de día y mujer de noche planteadas en Joven y bella (2013). En todo caso, nada tienen que ver temáticamente. Lo que sí hermana estas películas es la pericia para resolver y la experta mano directriz en cada caso.
No fue fácil encarar el tema de la pedofilia. Al dolor y la reticencia de quienes padecieron los abusos en la infancia, se suma la lógica y mala disposición de la Santa Sede a colaborar con el asunto. No dejaron a Ozon filmar en las casas de Dios francesas. Debió rodar los interiores en Bélgica y Luxemburgo. Por gracia de Dios, que obtuvo el Gran Premio del Jurado en el Festival de Berlín, es inevitablemente hablada, pero está construida con una gran solidez, atemperando en zonas complicadas, aportando grises y detalles —e incluso algo de humor— en escenas dramáticas. Refiriéndose a una de las víctimas, alguien dice:
—Cuando hace el amor son tres: él, su esposa y el padre Preynat.
Entre las sólidas actuaciones merece un destaque el monstruo pedófilo compuesto por Bernard Verley (El fantasma de la libertad, de Buñuel), que se las arregla para darle matices a un personaje altamente desagradable. Como siempre han dicho los buenos actores cuando tienen que interpretar a un genocida o a un violador, es necesario mostrar un costado no contaminado del individuo. Al fin y al cabo, el victimario también representa a la naturaleza humana.