Nº 2148 - 11 al 17 de Noviembre de 2021
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En caso de que tengas dudas o consultas podés escribir a [email protected] contactarte por WhatsApp acáEn su Manual de economía política enseñó Pareto que las luchas sociopolíticas reales no tienen nada que ver con aquellas artificiales figuras con las que los grupos humanos racionalizan, a posteriori, sentimientos e intereses que los atosigan, que les quitan el sueño, que les impiden juzgar la realidad de modo descarnado o imparcial. Textualmente dice: “Los hombres siguen sus sentimientos y su propio interés, pero les agrada imaginar que siguen la razón. Y entonces buscan, y siempre encuentran, alguna teoría que, a posteriori, haga que sus acciones parezcan lógicas”.
Tales teorías, que en rigor son relatos y poca cosa más, oscurecen los fines del poder; un producto reservado para la persuasión de las masas y su posible uso en favor de los propios intereses termina levantándose como un agente disuasivo de la verdadera lucha. La base de todas las confusiones, va a explicar Pareto, reside en la identificación equívoca de los fines del poder con las razones que supuestamente lo sustentan o defienden o, en sentido inverso, la pretensión de conquista del poder como redención y no como lucha de una élite que quiere desplazar a otra. La historia de las revoluciones, de los golpes de Estado, pero también y con más lastimosa frecuencia, la historia de la renovación periódica de los gobiernos mediante fastidiosas campañas electorales atiborradas de discursos y promesas indica que el eje del conflicto no siempre se centra en el punto adecuado. Según su concepción, la política no es una guerra de programas ni mucho menos de ideales, sino un conflicto eterno y sin solución entre las élites. Así caracteriza a la democracia liberal: la última forma política con el eterno conflicto entre las élites por la conquista y el mantenimiento del poder, campo en el que se intenta conciliar la “diversidad” objetiva de los hombres con el “sentimiento de igualdad”, dando “apariencia de poder al pueblo, y la sustancia del poder para un partido electo”, ya que, incluso en las democracias más avanzadas, persisten los mismos fenómenos sociales, bajo diferentes formas.
Esta situación llega a niveles de alarma, nos explica, dado que en su desesperado afán por la búsqueda del consenso, las diferentes facciones de la élite liberal se ven obligadas a tomar en consideración las aspiraciones, intereses y estados de ánimo de estratos sociales cada vez más bajos: “En Inglaterra, Whigs y Tories compiten en postrarse humildemente a los pies del hombre de la plebe más baja, y cada uno de ellos busca superar al otro en halagos. Esto, incluso en las minucias, aparece”. (Cfr. Manual de economía política). Por este camino el liberalismo va transformándose de a poco pero inexorablemente en una plutocracia demagógica para intentar contrarrestar el avance de la nueva élite socialista, pero en esta política se corrompe y tiende a volcarse en sus antípodas, en una forma de sociedad cada vez más burocratizada y más laxa y autocomplaciente y en todo punto dispuesta a confiar en su invulnerabilidad. De ahí que la tumba aguarde con sus anhelantes fauces abiertas a los grupos de políticos que no supieron reaccionar a tiempo y con la debida energía ante el empuje de los enemigos. Nunca fue dicha mejor esta verdad que en las felices palabras que siguen: “El mundo siempre ha pertenecido a los más fuertes y les pertenecerá durante muchos años. Los hombres solo respetan a quienes se hacen respetar. Quien se convierta en cordero encontrará un lobo para comérselo”.
No es Pareto una lectura grata para estas generaciones, para este tiempo, para el nivel de ingenuidad o distracción o ignorancia que se ha apoderado de las clases políticas llamadas liberales. Acusa demasiado su falta de valor. Que Platón expulsara a los poetas de su República no es tan grave como la expulsión de la fuerza y de sus méritos para modificar la realidad, para asegurar posiciones, para afirmar derechos, para proteger identidades, para disuadir amenazas y tener lo más lejos posible las garras y dientes de los enemigos del orden y de su lógica.
Toda la superestructura retórica del pacifismo, toda la parafernalia de las mesas de diálogo, todas las incrustaciones de lugares comunes acerca del entendimiento naufragan en el teatro de operaciones que es la lucha continua por el poder. La política es guerra, los actores son enemigos. El que no lo entienda permanecerá siempre en el bando de los derrotados.