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Una cumbre de presidentes latinoamericanos en Chile. Un acuerdo determinante para el futuro de los países involucrados. Un presidente argentino que es casi como una oveja negra de la política. Una amenaza del pasado. Una silla arrojada desde la ventana de un lujoso hotel. Una sesión de hipnosis. Y todo —o casi todo— en un mismo escenario. La propuesta es original, sugerente, inquietante. La tercera película del argentino Santiago Mitre —director de la elogiada El estudiante, sobre la trayectoria de un joven dirigente sindical— es un contenido y elegante thriller político y un tenso drama moral que, a pesar de que la sutileza a veces se confunde con la imprecisión, se mantiene vivo tiempo después de visionado.
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El esqueleto se emparenta con el de una novela de Agatha Christie. El escenario principal no es una casa de verano sino un distinguido hotel en Valle Nevado, Chile, entre montañas y cerros y carreteras grises que se abren paso entre la nieve como venas prominentes. Los personajes confinados no son miembros de la alta sociedad sino funcionarios públicos de alta jerarquía, presidentes de distintos países de Latinoamérica. Entre las rutinas inevitables y los actos protocolares y las fotos para la prensa y las entrevistas en exclusiva, se forman algunas grietas por las que pueden verse las afinidades y los rencores entre los participantes, condimentos que hacen al sustancioso caldo de la intriga. La conformación de una alianza petrolera latinoamericana comandada por Brasil y la posibilidad de incluir en el trato a empresas privadas, tal como propone el mandatario mexicano (interpretado por el inmenso Daniel Giménez Cacho), es el gran asunto a resolver. Hernán Blanco (Ricardo Darín), presidente argentino recientemente electo, es un recién llegado, y en esta cumbre tiene la oportunidad de mostrar que no es un pichón.
El gran fuerte de la campaña de marketing que sustentó su carrera hacia la presidencia, su presentación como un hombre común, también es algo que le juega en contra: no son pocos los que lo ven como un individuo débil y fácilmente influenciable.
Condensando integridad, pureza e inocencia ya desde el apellido, casi no tiene pasado. Este exgobernador de la provincia de Santa Rosa, la Pampa, conquistó el sillón presidencial tras ser presentado como un hombre común, un tipo que aparentemente no tiene nada que ocultar. Sin embargo, también hay algo en su proceder que sugiere una contenida opacidad. Blanco es la contracara del presidente brasileño Oliveira Prete, a quien llaman “el Emperador”, hombre de estatura amenazante y un catálogo gestual labrado con años de consumo de telenovelas de la Globo. A Oliveira Prete —apellido compuesto que no deja de sonar a invento de guion— no le agradan las metáforas ni las imágenes alegóricas que tanto le gustan a Blanco, que dice que el mal existe y que no se llega a presidente si uno no ha tenido algún encuentro con el Diablo, si uno no ha estado frente a esa entidad un par de veces. Es un hombre de acción, sin vueltas, que va al grano.
El asunto se complica. Cómo no. La posibilidad de una denuncia sobre el uso de dinero público en una campaña ocurrida una década atrás amenaza con manchar al inmaculado presidente argentino. Y se complica bastante: el marido del que su hija Marina (Dolores Fonzi) se separó pero todavía no se divorció, es el hombre detrás de la amenaza. Así que a Blanco no se le ocurre mejor idea que convocar a Marina para entender mejor todo y resolver lo que se pueda. Aunque, como se irá viendo, la hija del presidente no está del todo bien en términos emocionales.
Ambos conflictos, las tensiones de la cumbre y la posibilidad de que salgan a la luz hechos oscuros, conviven en la trama, que va revelando capas del político, de su pasado y de su familia, no solo a través de sus dichos y sus acciones, también por medio de su círculo cercano, que incluye a Luisa Cordero, su secretaria, interpretada por Érica Rivas, y Castex (Gerardo Romano), consejero y asesor.
La fotografía, la música, la dirección de arte son impecables. La dirección se nota precisa también en el trabajo de los actores, con Rivas, Romano, Fonzi y Franco entregados a sus personajes. Darín, en cambio, si bien presenta la solvencia habitual, no parece encajar del todo en el traje presidencial. Algunos subrayados, además, contaminan esa sutileza y sobriedad. Se establece, desde el comienzo del filme, un juego con los nombres propios (la secretaria y mano derecha con un trato casi familiar se apellida Cordero) y a pesar de que hay una búsqueda por zafar de la caricatura, que el personaje de Giménez Cacho repita cada dos palabras expresiones como “pinche”, es un poco berreta. Había quedado claro que es el presidente de México cuando fue presentado como, bueno, el presidente de México.
La cordillera. Argentina-España-Francia, 2017. Dirección: Santiago Mitre. Guion: Santiago Mitre y Mariano Llinás. Con Ricardo Darín, Dolores Fonzi, Érica Rivas, Gerardo Romano, Alfredo Castro, Christian Slater, Elena Anaya. Duración: 114 minutos.