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En caso de que tengas dudas o consultas podés escribir a [email protected] contactarte por WhatsApp acáEl 22 de Noviembre del 2009 fallecía en Montevideo Enrique Mena Segarra, notable profesor de Historia, director del IPA y del Museo Histórico Nacional (otros tiempos).
Pocos días después, el Liceo Integral Hebreo Uruguayo —donde Mena enseñara durante más de 30 años— le tributó un sentido homenaje. En la ocasión, la personalidad de Mena Segarra fue comentada por su colega la Prof. Cecilia Pérez, y dos de sus alumnos (Leonardo Haberkorn, que le había dedicado una nota estupenda, y el suscrito).
Al cumplirse el 10º aniversario de su desaparición física, y a modo de modesto reconocimiento al querido historiador, creí que podría ser del caso reproducir en las páginas de Búsqueda las palabras de este corresponsal.
La primera enseñanza de Mena que quisiera traer a colación es puramente histórica: la decadencia de un régimen, de una sociedad, no es solo política ni económica. Es también, y fundamentalmente, ética. Por eso, bienvenida sea esta, la iniciativa de este acto. Porque cuando una institución educativa resuelve homenajear a su primer profesor de Historia y formador de 33 generaciones, cumple un imperativo ético ineludible y con ello no hace más que justificar su propia razón de ser. Una escuela que no honra a sus mayores, no merece el calificativo de tal. Con su dimensión histórica y moral, Mena nos sigue enseñando que en este momento nada más importante tenemos que hacer, que estar hoy aquí y ahora.
Querido profesor:
El capítulo de Génesis dedicado a Sara lleva por título La vida de Sara. Sin embargo, comienza relatándonos su muerte. Hoy caigo en la cuenta de que esa contradicción es solo aparente: porque es recién ahora que podemos aquilatar tu figura en toda su dimensión y advertir que con el paso del tiempo tu personalidad y tu mensaje, lejos de empalidecerse, se agigantan día tras días.
Nuestros sabios enseñan que todo hombre tiene un único mensaje a transmitir: la forma en que vive su vida. Y si Mena nos enseñó a formular las preguntas correctas, hoy la pregunta es de qué manera vivió, para qué vivió nuestro profesor, por qué razones hoy seguimos sintiendo que fuimos marcados a fuego en memorables clases dictadas hace ya casi 30 años.
La relación que vincula a un profesor con sus discípulos muchas veces tiene un sentido cósmico que escapa a toda comprensión razonable. Alguien escribió alguna vez que los profesores pueden ser clasificados por la distancia que los separa de los estudiantes. En tu caso, esa distancia nunca existió, desde el primer día —mientras repasabas la lista— decías: “¿Hijo de tal o hermano de cual? Mandale un saludo”, hasta aquella clase final que solías dedicar a los estudiantes de 5º para darnos consejos prácticos sobre la manera en que debíamos encarar el período de exámenes: preparen un plan de estudio, duerman, descansen.
No obstante tu estatura intelectual, estabas cerca, muy cerca nuestro. Hoy lo estás mas cerca que nunca.
Derribadas las barreras que separan al maestro de sus discípulos, los estudiantes descubríamos un mundo desconocido y fascinante, tal como magistralmente escribiera Leonardo Haberkorn en estos días.
Tú solías recordarnos a Ortega y Gasset: “El hombre es él y sus circunstancias”. Esas circunstancias no eran las de hoy. Eran años sombríos, de silencio y de oscuridad. En ese contexto gris e intimidatorio, fuiste un baluarte en la defensa de la libertad y de la democracia. No vacilaste en enfrentar a la autoridad del momento. Y lo hiciste no solo a través de la palabra, sino sobre todo a través de tus actos, de tu actitud, libertaria y rebelde, para usar las felices expresiones de Lincoln, uno más de tus incondicionales. Como cuando luego de haberse retirado el inspector de turno, dijiste: “Borren todos esos datos que les dije. No son más que macanas para impresionar al inspector. Me puso 94; el puntaje 100 está reservado para las esposas de los coroneles”.
En tus clases se respiraba otro clima, éramos libres. En esas empecinadas lecciones de libertad, estábamos escribiendo —ahora lo sé— nuestra propia página en la historia.
En el libro de introducción a la Filosofía que usamos en 5º, la Introducción a la Filosofía de Vicente Fatone, se lee la siguiente frase: “El profesor que consigue hacer pensar a sus alumnos, tiene el secreto de la enseñanza”.
Vaya si tú lo tenías.
Como dijera Leonardo, nos enseñaste a pensar con nuestras propias cabezas, a asumir un espíritu crítico, y a forjar nuestras propias ideas. Cuando el fascismo irrumpió en su clase y preguntó a Norberto Bobio qué ideas se enseñaban en su cátedra, el filósofo respondió: “Las de cada quien”. Así eras tú.
Con Mena entendí la historia. Pero sobre todo me enamoré de ella. ¿Cuántos de nosotros, inspirados en ti, alguna vez no soñamos en largar todo y dedicarnos a la historia? Tú la enseñabas con pasión, siempre en tiempo presente, mientras degustabas con placer un cigarrillo más bien pequeño al cabo de un meticuloso rito. ¿No se acuerdan cómo Mena lentamente sacaba esa caja plateada y añeja, extraía el cigarro, lo sacudía una y otra vez, y solo entonces daba la primera pitada?
La impecable y sistemática presentación de los procesos históricos, de un rigor lógico demoledor, no dejaba de ser salpicada por relatos conmovedores, como aquel de Coquimbo, el perro de Venancio Flores, que, temeroso de la suerte de su patrón, no quería permitirle la salida a lo que a la postre habría de resultar su último destino.
Los personajes históricos saltaban a la vida.
Si queremos un referente, aquí lo tenemos. Pero no nos va a ser fácil. En los dos años en que fuera nuestro docente curricular, no recordamos que hubiera faltado un solo día, o que hubiera llegado tarde o que los escritos no se corrigieran en tiempo récord. Sus trabajos escritos son todos un modelo de síntesis y concisión; no hay en ellos una palabra de más ni de menos. Con curiosidad insaciable, cultivó el conocimiento, no como una herramienta para, o con un sentido utilitario, sino como un fin en sí mismo.
Y por fin, está el hombre bondadoso y pródigo, insobornable y auténtico, que se entregó, sin estridencias y con genuina humildad, al estudio y a la enseñanza, para transformarse así, en el maestro de todos.
Porque Mena nos enseñó de Historia. Pero más nos enseñó de la vida.
Viene a cuento la historia de un estudiante de la Yeshiva, que marcha a una lejana ciudad para estudiar Torá con uno de los rabinos más renombrados de su tiempo. Tras su regreso, sus condiscípulos, ansiosos, le preguntan: “¿Y qué aprendiste de Torá?”. Responde: “De Torá no aprendí nada, pero ahora sé cómo atarme los zapatos”.
Ya he abusado del tiempo y es hora de concluir. Pero no podría hacerlo sin vincular el pasado con el presente y con el futuro. Mena no me lo perdonaría. Y para ello no encuentro mejor manera de hacerlo que a través de una alegoría que pertenece al rabino Eliezer Shemtov.
Con la venia del Sr. Director, quisiera encender una vela.
En estos días estamos en la festiviad de Januca, la fiesta de las luminarias, de la luz. A mi lado hay dos velas. Una está apagada, la otra permanece encendida. Ambas nos dicen sobre Mena. La primera vela, la apagada, representa la oscuridad. Ella nos recuerda que Mena enseñó en tiempos de oscuridad. La segunda, la encendida, tiene un doble significado. Por un lado, representa la luz que Mena irradió en aquella oscuridad. Pero más que eso, simboliza el infinito, ¿cuántas velas se pueden encender con la vela apagada? Ninguna. ¿Cuántas velas se pueden prender con esta otra, ya encendida? Infinitas. Esta segunda vela representa pues el potencial, la llama que Mena dejó encendida en cada uno de nosotros, en cada de una de esas 10.000 almas que transitaron por sus clases. Hoy, ese potencial brilla en el firmamento en todo su esplendor.
Jonas Bergstein