N° 2058 - 06 al 12 de Febrero de 2020
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En caso de que tengas dudas o consultas podés escribir a [email protected] contactarte por WhatsApp acáEn un estudio que nació prácticamente como indiscutido, De Bonald, pensando en los extremos de la revolución, planteó una fórmula que desde el inicio fue repetida muchas veces y que funda el romanticismo en una coincidencia del contexto político-social con la literatura y con el alma de los artistas: “La literatura es la expresión de la sociedad” (Del estilo y de la literatura, 1806). Recoge esta línea Chateaubriand pero opone, en sus Memorias de ultratumba (XIII, 11), una explicación basada en el desfasaje cronológico. De hecho, si el romanticismo se impone en el tiempo de una revolución, ¡es en 1830 y no en 1789! Para el suizo Ludovic Vitet es cierto que en algún sentido el romanticismo cumple con el “14 de julio del gusto”, pero es más que eso, y más profundo; según su singular mirada, ese movimiento es también, y principalmente, “el protestantismo en el arte”, vale decir, no la negación crasa de la religión, sino los usos puestos al alcance por la época.
El más interesante esfuerzo por aproximarse a la comprensión más que a la definición del romanticismo se encuentra en el trabajo de Émile Deschamps Études françaises et étrangères (1828), obra en la que busca poner fin a un pleito inútil de teorías insolventes y voluntaristas en torno a una realidad que terminó resultando más poderosa y más interesante que el debate en torno al marco de sus contenidos. Este autor opta por el mejor de los caminos: prefiere entender y aconsejar, antes que tomar parte en un conflicto absurdo. Sus principales aportes al respecto pueden aislarse en tres puntos claros: no vale la pena estar disputando por simples palabras si son clásicos o románticos; la literatura del siglo XIX, si quiere valer algo, tiene que esforzarse por ser notable y original en aquellos géneros que el siglo anterior no cultivó grandemente: la epopeya, el lirismo y la elegía; en toda obra artística, el principal mérito está en la solidez o hermosura de la forma, el resto es materia para la polémica de ideas y no para la estética.
Me parece que es esta una recomendación perfectamente razonable que me adelanto a señalar, que no trajo paz entre los que contendían por definir a su favor el romanticismo. Para peor, hay otro punto que vino a interferir en la guerra de manifiestos que tuvieron en Víctor Hugo a su principal espada, pero de la que ningún artista pudo llamarse a silencio sin ser reprendido por un sector considerable de la opinión culta. Me estoy refiriendo a la fuerte crisis de identidad y de esperanza en el temperamento de los espíritus de entonces, algo que venía del siglo anterior, que la revolución acalló para dar paso a su caudal de odios y sangre, pero que ahora volvía con rozagante fuerza: el mal del siglo, la languidez, el aburrimiento despectivo, el sentirse excluido del mundo burgués y cotidiano, el saberse único, el carecer de motivaciones para la acción vigorosa, para el compromiso. Ese estado no es un dato menor en la historia de la sensibilidad artística y será decisivo en poetas como Baudelaire, Verlaine, Rimbaud, De Nerval, esto es, entre los más grandes y hondos de los poetas que, además de Victor Hugo y de Mallarmé posteriormente, Francia daría en ese siglo.
Una muestra de esta tendencia la tenemos en una carta que escribe Charles Nodier, respetadísimo director del primer cenáculo romántico: “No soy, pues, capaz de experimentar ninguna sensación. La fuente de las emociones se ha embotado en mí. A los veinte años lo he visto todo, lo he conocido todo, lo he olvidado todo. He agotado hasta la hez de todos los dolores, y me he apercibido a los veinte años que la felicidad no ha sido hecha para mí. Todos los días destrozo algún lazo personal y no tengo bien pronto ninguna cosa que me adhiera al mundo, a no ser este instinto secreto que une todo ser a la vida. Este estado es demasiado doloroso para que pueda durar largo tiempo”.
Esta última observación no es exacta, pues muchas veces se trata de un estado permanente y no de un declive temporal. Es, en verdad, un estado de desasimiento de todas las cosas que pasa de la esfera de las sensaciones a la esfera de la inteligencia y muchas veces se transforma en un pesimismo trascendental, metafísico. Las tragedias de la sensibilidad en estos tiempos se vuelven muy a menudo el marasmo de la voluntad y de la inteligencia.
Sin contar con la marca viva de estos abismos es imposible comprender el romanticismo.