N° 2010 - 28 de Febrero al 06 de Marzo de 2019
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En caso de que tengas dudas o consultas podés escribir a [email protected] contactarte por WhatsApp acáUno de los temas más frecuentados en la literatura liberal es el de la motivación última del capitalismo, asunto ocioso si los hay. El error extendido consiste en creer que el capitalismo es una pura teoría que empeñosamente combate por convertirse en realidad, por demostrar con denuedo la verdad encontrada en los gabinetes y laboratorios. Y no es así; el capitalismo empieza siendo una realidad, se desarrolla y multiplica como conjunto de hechos que definen un sistema basado en la libertad de los intercambios y en el respeto a la propiedad y a la libertad de las personas y luego, en tiempos relativamente tardíos, encuentra trovadores que comunican sus hallazgos.
Quiero decir: en términos estrictos el capitalismo no es una filosofía, no lo quiere ser, no tiene por qué serlo; el capitalismo es el modo que las personas encontraron para relacionarse en un marco de observancia de los derechos individuales y nada más. Ese contexto, conviene entenderlo, no es un invento que obedece a una premisa que deriva de una concepción o de un juicio de tipo ético cuya finalidad consistiría en favorecer un cierto camino de bienestar o de alegría o de felicidad o de seguridad entre las personas. Nada de eso: se respeta al individuo por la propia lógica del sistema, porque el individuo, con su empuje, ambición y creatividad, con su capacidad de realización y sus inquietudes es el protagonista de todos los intercambios; la libertad de expresarse, de salir o de entrar de las sociedades, de tener una justicia imparcial y de ser respetado en el goce de los derechos ocurre por pura y simple conveniencia del sistema. La libertad, en sentido social, es inherente al comercio, al intercambio de propiedades, a la ambición. De modo que hay que empezar por desacralizar: la teoría liberal es subalterna de la realidad del capitalismo, no su animadora o su madrina.
Ayn Rand lo expresa con inobjetable precisión: “En una sociedad capitalista, todas las relaciones humanas son voluntarias. Los hombres son libres de cooperar o no, de tratar con otro o no tratar, según les dicte su propio juicio individual, sus convicciones y sus intereses. Pueden tratar entre sí solo en términos y por medio de la razón, esto es, por medio de la discusión, la persuasión y el pacto voluntario por libre elección para beneficio mutuo. El derecho de consentir con otros no es problema en ninguna sociedad; lo que es crucial es el derecho de disentir. La institución de la propiedad privada protege y pone en práctica el derecho de disentir, y así deja abierto el camino para el más valioso atributo del hombre (valioso, personal, social y objetivamente): la mente creadora. Esta es la diferencia radical entre el capitalismo y el colectivismo. La justificación moral del capitalismo no radica en el argumento altruista de que representa el mejor medio de realizar el ‘bien común’. Es cierto que el capitalismo es, indudablemente, el mejor medio de realizar ese bien común (si acaso este término tiene algún sentido); pero esto es solamente una consecuencia secundaria. La justificación moral del capitalismo radica en el hecho de que es el único sistema adecuado a la naturaleza racional del hombre, que protege la supervivencia del hombre en tanto que hombre y cuyo principio rector es la justicia. Todo sistema social está basado expresa o implícitamente en alguna teoría ética. La noción tribal del bien común ha servido de justificación moral a la mayor parte de los sistemas sociales y a todas las tiranías de la historia. El grado de esclavitud o de libertad de una sociedad corresponde al grado en que este principio tribal ha sido invocado o ignorado. El bien común (o el interés público) es un concepto indefinido e indefinible. No existe una entidad real que sea la tribu o el público. La tribu (o el público o la sociedad) no es sino un cierto número de individuos humanos. Nada puede ser un bien para la tribu como tal; bien y valor corresponden solo a un organismo vivo, a un organismo vivo individual y no a una incorpórea red de relaciones”.
Carece de sentido hablar del bien común; no quiere decir nada. Es una metáfora detrás de la cual se esconde el afán de control autoritario de las decisiones económicas. Usar como criterio moral algo que no está definido, cuyos contornos son vagos, es una de las formas más eficaces de la arbitrariedad política, como bien dice Ayn Rand: “Un cheque moral en blanco a favor de quienes presumen de encarnar ese bien”.