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    Fascismo en las redes

    Nº 2166 - 17 al 23 de Marzo de 2022

    Diversos hechos me recordaron una fecunda conversación con Claudio Paolillo hace unos años al cerrar la edición de Búsqueda. El diálogo se centró en la acción de militantes que pretendían imponer su filosofía en forma arbitraria como en los años 20, cuando miles de italianos creyeron tener el derecho de imponer sus ideas al resto. Lo hacían con el apoyo de los fasci di combattimento del Partido Fascista de Benito Mussolini, patotas violentas contra quienes no adherían al totalitarismo fascista. La cuestión era intimidar.

    En Uruguay ocurría algo de menor intensidad pero muy parecido cuando militantes sociales o partidarios insultaban a quienes opinaban diferente, acosaban a disidentes de los sindicatos, cometían “escraches” domiciliarios o ponían barreras para impedir que ingresaran a trabajar quienes eran contrarios a una huelga. La lista es más larga, pero con esto alcanza.

    Aunque a fines de la Segunda Guerra Mundial los atentados de los fasci di combatimentto habían mermado, se terminaron definitivamente el 28 de abril de 1945 cuando un grupo de partisanos comunistas ejecutó a Mussolini y a su amante, Clara Petacci. Sus cadáveres fueron trasladados a Milán y colgados cabeza abajo en la plaza Loretto.

    Con el paso del tiempo se mantuvo parte de la filosofía de los provocadores del Duce, y aunque ya no existen agresiones físicas la cuestión adquirió un renovado impulso mediante el uso anónimo en las redes sociales. Ya no son aquellas patotas agresoras, sino la acción de provocadores fascistas a través de Instagran, Twitter o Facebook entre otras redes sociales que registran su mayor actividad con ribetes injuriantes. Cuando se trata de políticos la ola va y viene e incluso varios argumentan que los mantiene en el candelero.

    Hay otros casos en que eso no ocurre. La repercusión más reciente fue a fines de enero cuando la cuenta de Instagram @varonesuruguay2 publicó un texto de una mujer anónima. Narra la historia de un encuentro entre ella y un hombre que “actualmente tiene un cargo político”. No lo nombra en forma completa pero lo identifica claramente. Varias letras de su nombre de pila y apellido fueron reemplazadas por asteriscos: G*****o N***z. Imposible que no haya tenido la intención de identificarlo y degradarlo.

    La denuncia corrió en los medios y en los corrillos políticos con el consiguiente perjuicio moral para Núñez. La mujer relató que en el encuentro con Núñez ella “estaba borracha” y “terminaron pasando cosas que no tendrían que haber pasado, cosas que no quería hacer”. Su razonamiento la lleva a concluir que “de alguna manera se aprovechó de mí”. Lo que denuncia no refiere que se haya negado a una relación sexual ni que el diputado la haya forzado. Remarca que estaba en inferioridad de condiciones debido a su borrachera. Una denuncia fascista sin fundamento cuyo único objetivo es descalificar a Núñez ante la opinión pública. Hay otro aspecto interesante en este asunto. Ante el anonimato, ¿qué seguridad tenemos de que la redactora haya sido una mujer? ¿No pudo ser un hombre para descalificar políticamente a Núñez?

    El diputado le solicitó a la Justicia que investigue lo denunciado. Aunque no se pueda demostrar el abuso —porque la denuncia hace agua por todos lados—, “¿con qué se levanta la imagen de alguien a quien se acusa de cometer delitos sexuales, los más repudiados socialmente? Basta con que un mensaje de este estilo se viralice para que la persona sea condenada por parte de la opinión pública, sea o no verdad”, argumentó con razón Natalia Roba la semana pasada en El Observador. Pasarán los años y para muchos Gerardo Núñez será “aquel que denunciaron por abuso sexual”.

    Roba razona que este problema “viene desde tiempo atrás y es el coletazo de una cultura que se ha promovido con algunos elementos que sumó la ley de género, propuesta por el Frente Amplio y votada por todos los partidos políticos. Hay aspectos de la ley que hacen que se dé el mismo tratamiento a una denuncia falsa que a una verdadera porque parte de la base de que hay que creerle a la víctima, sin mirar demasiado las pruebas —la ley dice que alcanza con que la denuncia tenga cierta verosimilitud—”.

    Como bien dice no es la primera ver que ocurre. La cuenta @varonescarnaval recopiló más de 200 denuncias anónimas de conductas de abuso o acoso sexual a menores y mayores de integrantes de conocidos conjuntos carnavaleros citados por sus nombres. Las denunciantes, que en el perfil de Instagram se autodefinen como “un grupo de mujeres hartas de la impunidad con la que se mueven los varones violentos del mundo del Carnaval”, nunca comparecieron ante la fiscalía para ratificar las denuncias y los integrantes denunciados arrastran esa mácula.

    En abril de 2018 Gustavo Serafini, el Gucci, fue denunciado por acoso y abuso a través de testimonios anónimos en redes sociales. El caso terminó en la Justicia y la joven que publicó las denuncias, identificada, se retractó por no tener “certeza alguna ni elementos de prueba” contra el cantante, expresó en un comunicado.

    La cuestión es que este tipo de denuncias anónimas no tienen sanciones enérgicas que las desalienten y dejen claro que nada vale sin pruebas ni dar la cara. No pretendo que los/las responsables terminen como Mussolini y Petacci colgados en una plaza pública para terminar con este fascismo, pero sí que sientan el rigor de la ley.