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    Flores de Kew Gardens y Heidegger

    Columnista de Búsqueda

    N° 2043 - 24 al 30 de Octubre de 2019

    Si me viera en la obligación de hablar de la angustia, creo que mi primera salida sería remitirme a la literatura; se me agolpan ejemplos: la marca en la pared que un personaje de Virginia Woolf confronta de modo imprudente cierta tarde en una visita que no debió haber hecho y con base en una pregunta que mejor hubiera callado, y también, por parte de la misma autora la acusación de ciertas flores entrevistas en Kew Gardens, o la escena análoga a esta última que salva Clarice Lispector en el que quizá sea su mejor cuento (Amor) me parecen datos suficientes como para ilustrar la situación existencial. Podría, asimismo, abundar en algunas obviedades y dejarme llevar por las experiencias de Antoine Roquetin (La náusea) en su inútil epifanía del parque, mientras contempla la raíces de un antiguo árbol; igualmente consideraría la posibilidad de encerrarme en el áspero calabozo con el desdichado Mersault, de Camus (El extranjero), y cavilar acerca de lo extraño e indoloro y distante que resulta afrontar lo que los otros llaman destino y que no es más que un dejarse ir, un pasivo deslizarse por la pendiente.

    En el sexto capítulo de la primera parte de Ser y tiempo (en la sección 40), Martin Heidegger nos dirá que la angustia es la disposición afectiva fundamental que define de modo eminente la aperturidad del Dasein (existente). La angustia, en efecto, es un indicador de la apertura en el sentido que registra el desvelamiento de un algo. A menudo se la confunde con miedo, por ello desde el principio el filósofo se apresura a disipar el error: no es lo mismo la angustia que el miedo, y esto se observa en el ante-qué se produce la emoción.

    “El ante-qué del miedo —explica— es siempre un ente perjudicial intramundano que desde una cierta zona se acerca en la cercanías y que, no obstante, puede no alcanzarnos”. Esto es: sabemos que en alguna parte del bosque hay un lobo que acecha, ese solo pensamiento nos perturba, nos intranquiliza; imaginamos innúmeros tormentos debidos a sus fauces hambrientas, a sus certeros colmillos y por eso verificamos una y otra vez que todas las puertas y ventanas de la cabaña se encuentren bien cerradas; cada tanto, además, miramos por la rejilla de la entrada: preferimos verlo venir a ser sorprendidos en un momento de distracción.

    Con la angustia no hay nada de esto. Enseña Heidegger: “El ante-qué de la angustia es el estar-en-el-mundo en cuanto tal”. La significación de esto descansa en la lívida constatación de la vacuidad en la que nos vemos hundidos o atrapados o suspendidos: “El ante-qué de la angustia se caracteriza por el hecho de que lo amenazante no está en ninguna parte. La angustia ‘no sabe’ qué es aquello ante lo que se angustia. Pero ‘en ninguna parte’ no significa simplemente ‘nada’, sino que implica la zona en cuanto tal, la aperturidad del mundo en cuanto tal para el estar-en esencialmente espacial. Por consiguiente, lo amenazante no puede tampoco acercarse desde una cierta dirección dentro de la cercanía; ya está en el ‘Ahí’ —y, sin embargo, en ninguna parte; está tan cerca que oprime y le corta a uno el aliento— y, sin embargo, en ninguna parte. En el ante-qué de la angustia se revela el ‘no es nada, no está en ninguna parte’. La rebeldía del intramundano ‘nada y en ninguna parte’ viene a significar fenoménicamente que el ante-qué de la angustia es el mundo en cuanto tal. La completa falta de significatividad que se manifiesta en el ‘nada y en ninguna parte’ no significa una ausencia de mundo, sino que, por el contrario, quiere decir que el ente intramundano es en sí mismo tan enteramente insignificante que, en virtud de esta falta de significatividad de lo intramundano, solo sigue imponiéndose todavía el mundo en su mundaneidad”.

    Lo que este épico fragmento nos indica es que la angustia es la resultante de la experiencia de volcar los ojos a la propia existencia y verla cargada de lo extraño, atravesada por lo mundano, ajena a cualquier determinación propia, prestada, soñolienta, distraída. En la angustia el mundo ya no puede ofrecer nada ni los otros tampoco; la existencia está como flotando en su falta de significatividad. Ahí es cuando se hace visible el carácter de apertura que la angustia tiene: presenta al Dasein como único gestor de sentido, como dueño de posibilidades, como autor de un destino.

    La experiencia de ese vacío es un heroico comienzo.