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    Geometría y caída

    Columnista de Búsqueda

    Nº 2103 - 23 al 29 de Diciembre de 2020

    Si tuviera que resumir las preocupaciones de Heidegger en el verano de 1939 —cuando Alemania se desborda hacia una guerra que se promete infame— conforme las vengo estudiando en los Cuadernos negros. Reflexiones XII-XV (Editorial Trotta, que distribuye Gussi), no dudo en establecer que la mayor nota de su desconsuelo se encuentra en la situación de abandono, en la condición de trasto en la que se encuentra la filosofía; esto es: ¿qué tipo de calamidad podemos esperar en un mundo que ha dejado de filosofar?, ¿qué ocurrirá con el universo, con las personas, con los perros, con el arte, con el conocimiento, con el amor, con las manos tendidas, con los libros que todavía no fueron incendiados u olvidados, y con los ojos que imploran o sonríen y con las palabras que antes inventaban soles y conseguían alumbrar días y noches de millones y millones de seres que iban o venían de alguna parte con la conciencia tranquila, el sudor en la frente y la satisfacción del deber cumplido? Los que tuvimos la desgracia de sobrevivir o aparecer después de aquella tragedia y vivir lo suficiente para medir en términos de gravedad, ignorancia y desprecio lo que pasa en el mundo cuando la filosofía deja de ser importante, cuando se banaliza todo, podemos testimoniar con holgura la extraordinaria visión de Heidegger en la extraña soledad de su mundo.

    En algunos pasajes Heidegger escribió de manera que luce oscura para un visitante novicio; estos cuadernos quisieron ser personales desde el primer momento y nunca tuvieron como objeto al lector profano, sino que son los apuntes de un filósofo en el acto de pensar, guías temáticas y secuencias de ilación de un pensamiento que recoge de la realidad ambiente los ecos que interpelan al acto de pensar como tal, que lo ponen frente al peligroso abismo de la disolución. Heidegger se exige mostrar las fronteras ante las que se ha llegado y cuáles son los peligros que acechan si, como todo parece anunciarlo, se da un paso más en dirección del nihilismo y de la crasa simplificación a la que todo lo reduce la técnica imperante, que se siente a sus anchas bajo el imperio de las ideologías y en el dominio ordinario denomina la “historiografía habitual”, esto es, de condena a los estereotipos a los que finalmente se reduce la complejidad de lo viviente. Hay, nos explica, un sentido de oportunidad y de compromiso para que la filosofía se pronuncie, para que no se deje abatir en silencio: “Las palabras que llevan a la meditación hay que pronunciarlas en el momento adecuado, no como llamamiento o como plan, sino como un aventajamiento que ya se ha producido y que en algún momento habrá que alcanzar”.

    Esto busca significar que debemos cuidarnos de no fundirnos en las formas previamente asignadas por los artífices de la abstracción, de lo políticamente correcto, de lo que sigue el ruido, el olor y la poquedad de las multitudes, que todo lo clasifican para impedir que algo se mueva, que algo los sorprenda. Pero este alcance guarda una relación propia con todo lo que es esencial, “una relación que consiste en que dicho alcance vuelve a alcanzar lo alcanzado aún más adelante o bien lo resitúa en la historia como un comienzo al que no se pueda adelantar. Las vías y el imperar de la diferencia de ser resultan chocantes. Querer aproximarse a esas vías y a ese imperar significa antes que nada rehusar la historiografía y rehusar el acostumbramiento a su manera de representar poniendo delante”. En rigor, dice que la historiografía es el modo vulgar y reductor de hacer historia, que no es la historia que produce tiempo a partir de la retención de la expectación del sentido de pertenencia, de la idea de destino. La historia de la historiografía habitual cree comprenderlo todo en virtud de una estructura teórica que trata de convalidarse a sí misma, que crea un relato desde una distancia imaginaria que pretende interpretar a partir de una geometría perspectivista, despojada de toda vocación de búsqueda y de toda pregunta esencial. Enfrente a esto, como segunda desventura, Heidegger ya en aquel tiempo vislumbró el peligro de hundirse en el presente absoluto, en la vacuidad fugaz que define el universo de las noticias y de los medios de comunicación, para los cuales el tiempo y la realidad es lo que acaba de ocurrir y poca cosa más.

    La reflexión auténtica no encuentra ninguna hospitalidad en semejante contexto.