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    Golpes a la credibilidad judicial

    Nº 2183 - 21 al 27 de Julio de 2022

    El juez subrogante de lo Contencioso Administrativo Alejandro Recarey suspendió la vacunación contra el Covid-19 para menores de hasta 13 años y le exigió al gobierno y al laboratorio Pfizer pruebas sobre la eficacia, los efectos adversos y la composición de la vacuna. Sin esto, según su terminante sentencia, nada se puede demostrar sobre los efectos de la vacunación cuestionados por una acción de amparo. Solo sería posible si voluntariamente Pfizer presentara los documentos o el gobierno violara la cláusula de confidencialidad con el fabricante.

    El juez se metió en un corral de ramas porque a esa complejidad se le añaden contradicciones entre quien solicitó el amparo y el elevado número de científicos que avala la eficacia de la vacuna y alerta sobre los riesgos de no aplicarla. Aun cuando solo se trate de una suspensión y no de una prohibición la eventualidad de contraer la enfermedad con potencialidad de muerte puede afectar a miles de menores en un suspiro: nunca mejor dicho. Según la más reciente información oficial Uruguay finalizó 2021 con una población de 3.485.152, de los cuales 20,22% son menores de 14 años. Hasta la sentencia se inoculó el grupo de niños de 5 a 11 años con dos dosis (43,57 %), mientras que entre 12 y 14 años se vacunó el 75,44 %.

    Dejemos de lado la extrañeza de que el accionante del amparo (Ley 16.011), el abogado Maximiliano Dentone, lo presentó argumentando que lo hacía “como ciudadano en defensa de los intereses difusos” de los menores integrantes de la sociedad. Para robustecer su fundamento dijo que comparecía como representante de familiares menores de edad —no tiene hijos propios— cuya identificación no proporcionó y tampoco el aval de sus padres.

    La decisión de Recarey generó una explosión informativa con repercusiones internacionales como si se tratara de algo definitivo sin otra salida. Lo noticioso —y es comprensible— es la novedad de la prohibición pero pocos informan sobre el proceso judicial y la apelación, lo único válido en las sociedades democráticas.

    Otros, ávidos de notoriedad, banalizaron la consecuencia de la sentencia como un acto patriótico o una final deportiva. Dentone festejó cubierto por una bandera uruguaya rodeado de un grupito de negacionistas con manifestaciones propias del talud. Desde España, donde pasa sus vacaciones, el abogado Gustavo Salle elogió la decisión de Recarey como un “maracanazo judicial” y lanzó una acusación sobre los integrantes del tribunal de apelaciones al que le corresponda intervenir en el recurso del gobierno contra la sentencia.

    Añadió una amenaza: “Seguramente (la apelación) llegue a un tribunal que esté dominado por la masonería, y se revoque este fallo. Pero les digo: no solamente Uruguay los está mirando, los está mirando el mundo entero”. Y les advirtió: “Cuidado con lo que hacen”. En buen romance, dice que si los jueces revocan el fallo habrán actuado como parte de una conspiración bajo órdenes de la masonería.

    Estas expresiones arrastran a ciudadanos a creer que lo dicho es una verdad indiscutida. El abogado —hábil estratega de la autopromoción— logra un objetivo institucionalmente peligroso: erosiona la credibilidad del sistema judicial, que se debe basar en jueces honestos e imparciales. Para el abogado hay algunos (o todos, porque generaliza) que no lo son. Quienes le crean darán por buenos bastardos asertos populacheros relacionados con la Justicia: los presos entran por la puerta y salen por la ventana; en todos los juicios se favorece al gobierno; los económicamente poderosos siempre derrotan a los pobres, o hay jueces a los que se puede comprar con dinero o sexo… Shakespeare filosofaba: “Lloramos al nacer porque venimos a este inmenso escenario de dementes”.

    Dentone, Salle y otros negacionistas siempre tuvieron claro que este partido no terminaba con un gol de Recarey disfrazado de Ghiggia. Nuestro sistema judicial tiene un primer paso con jueces de primera instancia, como Recarey, y una segunda etapa que deriva de una apelación en la que intervienen los tribunales superiores con tres integrantes que definen conforme a derecho. Ahí sí se terminó el partido y no hay alargue.

    Sea cual fuere la sentencia definitiva, al ciudadano y a los exaltados cabe recordarles la historia fabulada sobre el rey de Prusia, Federico II el Grande, quien en 1747 pretendió avasallar a un trabajador y derribar su molino. El molinero recurrió a la Justicia, que le dio la razón, y así surgió la legendaria frase “Quedan jueces honestos en Berlín”. El adagio remarca que ante cualquier controversia la última palabra para aplicar el derecho la tienen los jueces sin permitir que los sometan las presiones de personas ni de organizaciones.

    Los documentos que reclama el juez nunca aparecerán por las razones expuestas al comienzo y por eso vale citar dos párrafos amenos del médico Roberto B. García publicadas en la sección Cartas al director de Búsqueda la semana pasada: “Si la certeza de tener la exigencia de que todo va a terminar de la mejor manera antes de emprender cualquier camino fuera una condición sine qua non, ni Colón hubiera llegado a América, ni el hombre a la luna, ni nos subiríamos a un auto y, mucho menos, a un avión”.

    Termina con una aguda ironía: “Finalmente quiero creer, a efectos de sustentar la coherencia de sus opiniones y acciones, que ni el Dr. Dentone ni el Dr. Recarey consumen o consumirán la bebida cola más popular en nuestro país cuya composición completa es secreta”.

    Así nos va.