Ha pasado un año

Ha pasado un año

La columna de Mercedes Rosende

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Nº 2114 - 11 al 17 de Marzo de 2021

30 de enero del año 2020, una imagen se hace viral: el hombre yace tendido en la calle, al borde de la vereda, lleva puesto un tapabocas. Está boca arriba, está solo y está muerto. En la foto se ve una calle desierta, nadie que se acerque, nadie que lo toque. La imagen será compartida millones de veces en las redes sociales y después sabremos que es una calle de Wuhan, una ciudad china de la que nunca habíamos oído hablar y que, desde entonces y por muchos meses, se convertirá en una mención cotidiana en nuestras conversaciones.

Ese día de enero la Organización Mundial de la Salud (OMS) declaró el brote de coronavirus “emergencia de salud pública de importancia internacional”, China contó algo más de 200 muertos por el virus e impuso en Wuhan un confinamiento estricto, casi un arresto domiciliario, algo inimaginable en los países democráticos. Cosas del sistema totalitario chino, pensaron muchos, jamás sucederá en el mundo occidental. Nadie o casi nadie imaginaba la magnitud del desastre que se acercaba al horizonte.

12 de marzo del año 2020, vine a pasar unos días a Uruguay desde Francia, y empiezo mi viaje de vuelta. El 13 llegaría a Madrid, de ahí un vuelo a París, de París a Le Mans en un tren, en un bus llegaría a La Flèche donde pensaba alquilar un auto para trasladarme a Fougeré, mi destino final. Bajé de un avión vacío en un Barajas desolado, subí a otro avión vacío que me dejó en Orly, donde esa mañana solo había llegado un vuelo: el mío. Los aeropuertos y las estaciones iban cerrando sus puertas detrás de mí, los locales de comida y de diarios habían bajado la cortina (solo alcancé a ver un titular catastrófico: Pandemia global) y yo corría de un sitio al otro con el terror de quedar atrapada en uno de esos no-lugares por ¿un día, una semana, por un mes? Pasé justo a tiempo, cuando se bajaba la escotilla del confinamiento.

En marzo, decía, el virus y el miedo se propagan por los continentes, explota la emergencia sanitaria en el mundo y, ante el avance y la virulencia, los países más “civilizados” no tardan en aprobar medidas de cierre de la economía, de cuarentena de las personas, de restricciones a cualquier movimiento o actividad. Medidas que terminan resultando casi tan draconianas como las chinas.

Y pasó el tiempo. Los confinados aprendimos a teletrabajar y a hacer videoconferencias, a vivir con menos ingresos y a consumir menos cosas, aprendimos a hacer masa madre y a estar solos, a no salir si no es necesario, a mantener la distancia y a no olvidarnos del tapabocas. Algunos aprendieron la desesperación de no tener un techo o comida, o la de vivir hacinados, a revolver la basura y a vivir en la calle.

Ha pasado un año y la pendiente resbaladiza de este virus lleva a que el mundo cuente hoy más de 2,6 millones de muertos y 117 millones de enfermos de Covid-19.

Ha pasado un año, y nadie salió indemne. En en el mejor de los casos el virus se llevó la cercanía con nuestros afectos, las reuniones presenciales, el tiempo y el dinero, se llevó nuestras diversiones y las salidas y los viajes; en el peor de los casos se llevó a un familiar, a alguien cercano y querido. Los trabajadores perdieron el salario o parte del salario o directamente perdieron su trabajo, los niños perdieron clases y los negocios clientes. Todos nos encerramos, todos nos aislamos, sufrimos en algún momento estrés o ansiedad o depresión. Y todos saldremos (¿saldremos?) más pobres, con más carencias.

Ha pasado un año, me recuerdo corriendo y tratando de llegar a alguna parte, me veo preocupada por el contagio, por la enfermedad, y no fue sino hasta mucho después que empecé a sospechar que esos no eran los verdaderos peligros de la pandemia. Hoy leo que el Covid-19, un evento disruptivo sin precedentes en la economía moderna, tendrá a escala global los efectos más negativos que se hayan visto desde la Segunda Guerra Mundial, quizá desde la Gran Recesión, tanto sobre el empleo como sobre el ingreso, y que traerá otro aumento (otro más) de la pobreza, de la desigualdad.

Ayhan Kose, director del Grupo de Perspectivas del Banco Mundial, dice: “No existen registros de correcciones a la baja tan súbitas y drásticas de los pronósticos de crecimiento mundial como las que se han visto en la época actual. Si el pasado sirve como referencia, los pronósticos podrían empeorar aún más (...)”.

Según un informe de Oxfam, en Latinoamérica las elites económicas ampliaron su patrimonio en 48.200 millones de dólares, 17% más que antes del Covid-19, y la recesión económica provocará que 52 millones de personas caigan en la pobreza y más de 40 millones pierdan sus empleos. El impulso recesivo causará un retroceso de 15 años. En la región el virus ya acentuó las desigualdades, dice el informe, hizo disparar el hacinamiento y la falta de acceso a la salud, exacerbó la informalidad, la brecha de género. Tremendo, y el cóctel que resulte de esos indicadores puede ser explosivo.

Ha pasado un año desde que vi la foto del hombre boca arriba y con mascarilla, solo y muerto, un año desde que el coronavirus aterrizó en nuestras vidas y yo corría por los aeropuertos y las estaciones que cerraban a mi espalda. Ha pasado un año y el balance, aún provisorio y con la vacuna, es decepcionante y amargo para América Latina. Y lo más difícil de aceptar es el hecho de que probablemente el 2021 traiga tiempos aún peores a nuestra tan castigada región.