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    Hablemos de la realeza

    Columnista de Búsqueda

    Nº 2160 - 3 al 9 de Febrero de 2022

    ¿Quién no ha leído, aunque sea un poco, las difundidas vicisitudes de los royals en la peluquería? La realeza, esa institución que miramos por encima de nuestro hombro republicano, que vista desde nuestra perspectiva americana parece sacada de un cuento infantil o de un libro de historia. Nos resultan chocantes o inaceptables los privilegios que los elevan a un rango casi de deidad, como la infalibilidad (la del Papa) o la inimputabilidad penal de la mayoría de los reyes europeos, y ni qué hablar de las potestades de los emires de Arabia Saudí, Catar, Bahréin, Emiratos Árabes Unidos y Omán, países en los que no existe poder capaz de ir contra sus decisiones.

    La forma de gobierno en la que el cargo supremo del Estado está en manos de un rey se conoce como monarquía, es vitalicia y generalmente hereditaria. En épocas pasadas solían ser autócratas, como fue el zar de Rusia o como es hoy el papa del Vaticano o los monarcas del Golfo; las hay que son parte de un ceremonial sin ningún poder real, como el emperador de Japón, o con poderes limitados por la Constitución, como la de España o el Reino Unido, o incluso las hay electivas en países como Malasia o Camboya, aunque su mandato no emana de las urnas sino de órganos creados a los efectos.

    El ideal de la perfecta familia real británica se quebró cuando Diana, la princesa de Gales, ya divorciada, confesó en televisión en 1995 que “en su matrimonio eran tres” y que había intentado suicidarse varias veces, incluso estando embarazada. Más cerca en el tiempo, en 2021, las acusaciones de racismo de Meghan Markle y el príncipe Harry afectaron a una monarquía que comprende territorios en la Commonwealth donde hay una mayoría de población “de color”. En estos días y en medio de la demanda por abuso sexual relacionada con el caso Epstein, Andrés, el segundo hijo de la reina Isabel II, fue despojado por su madre de títulos reales y militares, y hasta de sus obras de caridad. De acá en más, anunció el palacio de Buckingham, el príncipe y duque de York no recibirá fondos públicos, y será el único de los hermanos que no será llamado Su Alteza Real. La Familia Real le cuesta al país 67 millones de libras al año.

    No muy lejos de las islas británicas, Guillermo Alejandro de los Países Bajos no pasa por el mejor momento de su vida en lo que a popularidad se refiere. Una sucesión de errores han provocado cuestionamientos entre sus súbditos, desde la adquisición de un yate exclusivo (cuando muchos sectores trataban de sobrevivir a la pandemia con sus números en rojo), hasta unas vacaciones de lujo en Grecia en medio del confinamiento, pasando por la dispendiosa reforma del palacio de Huis ten Bosch, que costó la ganga de 63 millones de euros a las arcas públicas. Aunque la familia real ha venido pidiendo disculpas públicas de forma reiterada por sus errores, casi el 70% de los ciudadanos piensa que su imagen se ha visto dañada. Esta monarquía, según datos de 2020, cuesta a los contribuyentes unos 45 millones de euros.

    Juan Carlos I de España, que reinó 40 años y en 2014 abdicó a favor de su hijo Felipe IV, pasó de ser el héroe de la transición española y el salvador de la democracia a escapar del país entre gallos y mediasnoches. Un verdadero vía crucis que empezó en 2012 con su fractura de cadera en un accidente de caza en Botsuana, mientras el país pasaba por una crisis económica y que, como si fuera poco, dio a conocer su relación con Corinna Larsen. Aunque no fue su primera cacería ni la única mujer en la vida del monarca, aunque los borbones siempre habían cazado y tenido amantes, la historia causó indignación en España y marcó un punto de inflexión en la imagen pública del rey. Desde entonces y hasta ahora la Casa Real española no tendría descanso ante los escándalos cada vez más frecuentes, cada vez más difíciles de ocultar: el de su yerno Iñaki Urdangarín, condenado en el caso Nòos por malversación, prevaricación, fraude a la administración, delitos fiscales y tráfico de influencias; el de los 65 millones de euros, regalo del rey saudí Abdalá al rey Juan Carlos y transferidos a Corinna Larsen; el de sus cuentas opacas en Suiza y las sospechas de corrupción por la adjudicación del AVE en Arabia Saudita. El costo verdadero de la monarquía de España es un misterio.

    El investigador del University London College, Bob Morris, apunta algunas debilidades del sistema monárquico: “Existe inquietud por la continuación del principio hereditario y por el coste que originan sus privilegiadas vidas. También, quizás, la sospecha de que conserven algún poder político o influencia”.

    ¿Cómo se puede justificar el privilegio basado en el nacimiento en una democracia liberal? Según sus defensores actuales, la monarquía es una institución cuya razón de ser y primera misión es la ejemplaridad. Así, las casas reales han buscado asociar su rol a valores y funciones universalmente aceptados, a ideas como “unidad” o “imparcialidad” o “integración”, como forma de contrapunto al debate por sus privilegios. Hasta no hace mucho se mencionaba también lo alejados que estarían los monarcas de la corrupción, si bien este argumento ha caído en desuso desde que la mayoría de las casas reales se han visto envueltas en prácticas económicas, financieras y fiscales irregulares.

    Aunque por el momento ninguna parece estar en peligro inmediato de desaparecer, el siglo XXI trae condiciones que cambian rápidamente, y algunas han juzgado prudente poner sus bardas a remojar. Buscan maneras más actuales que la tradición o la religión para legitimar su posición y, como cualquier empresa, hablan de la relación costo-beneficio, del turismo, del comercio, de los ingresos que se generan en torno a la industria de la realeza. O sea, de la rentabilidad del capital que invierte el país en mantenerlos.

    Es cierto que se ve cierta modernización, un aire de cambio en casi todas las monarquías, aunque da la impresión de que está más relacionado con la cosmética que con transformaciones verdaderas, con los cambios necesarios en un Estado de derecho, como sería derogar la inimputabilidad penal, o renunciar a nombrar y reconocer títulos nobiliarios, o someterse periódicamente a referéndums consultivos.

    La realeza sabe que tarde o temprano deberá racionalizar sus atribuciones y limitar sus prerrogativas si no quiere quedar reducida a los libros de historia y a los de cuentos infantiles; sabe que, como decía Lampedusa en la novela El Gatopardo, “es necesario que todo cambie si queremos que todo siga como está”. O tal vez crea que todo es inútil, que como dicen que decía el rey Faruk de Egipto en su idílico retiro en la Costa Azul: “Pronto quedarán solo los reyes de la baraja y la reina de Inglaterra”. O tal vez ni ella, ¿y qué leeremos entonces en la peluquería?