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La vida nos está mandando señales contradictorias. Por un lado, nuestra economía nos dice que el PBI en el 2016 creció un 1,5%. Insólito. Y por otro lado, nos comemos cuatro con Brasil, perdemos con Perú y hace 3 fechas que no sacamos puntos. ¿Qué tiene que ver? Tiene mucho que ver, porque la única apuesta económica seria, más allá de UPM y nuestro coqueteo para que nos haga otro hijo de celulosa, es el pico de consumo por la euforia en Rusia 2018. Nuestra meta es llegar con la economía viva hasta ahí, aprovechar el pico de consumo, y en el 2019 vemos (ojalá Brasil y Argentina levanten). Eso nos deja en manos de Suárez y Cavani, con Astori metido en el fondo aguantando el grado inversor.
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Estamos cada vez más necesitados de esta mentira colectiva llamada fúbol. Es una enfermedad terminal, nos vamos a morir todos un día de estos, de fúbol; pero hasta que eso suceda, hay que darle. Las circunstancias me obligan a hablar de fúbol. No hablaré sobre lo coyuntural, voy a ir más profundo, al hueso, a las raíces. Quiero desterrar un mito: el “milagro del fúbol uruguayo” no existe. No hay registro alguno de un milagro. La sobreproducción de jugadores de fúbol que tanto nos elogian internacionalmente tiene que ver, en primera instancia, con la tara cultural del uruguayo que lo único que escucha, ve, habla, y aprecia con cierto interés y le gusta desde hace 100 años es el fúbol. El fúbol es el primer conector social, está al nivel de la lengua materna en este país. En Uruguay si no podés hablar de fúbol te tenés que ir, sos un paria, hay más probabilidades de que sobrevivas en Cuba sin que te guste el marxismo-leninismo, en Perú sin que te guste el cebiche, o en Hawai con baja tolerancia orgánica al ukelele, que en Uruguay si no te gusta el fúbol. El 96% de las conversaciones entre uruguayos empiezan por el fúbol, terminan por el fúbol, o atraviesan el fúbol en algún momento, o contienen alguna metáfora que solo se entiende si se conoce de fúbol.
Pero la estructura de ese efecto que asombra al mundo, se llama Competencia Infantil Militarizada Universal Obligatoria Despiadada y lo conocemos todos como babyfúbol. El entrenamiento castrense y el método psicológico del babyfúbol le da otra endurance al player uruguayo, pero sobre todo selecciona, tamiza. El jugador uruguayo quiere ganar, eso es lo que lo caracteriza, el talento muchas veces no lo acompaña, más bien escasea, la precisión no es su fuerte, la elegancia no suele distinguirlo, pero hasta el más burro de todos los jugadores uruguayos tiene un deseo de ganar por encima de la media, y eso lo diferencia del resto. ¿Gracias a qué? Permítanme hacer un alto para homenajear a una institución vilipendiada por el bienpensante oriental: el babyfúbol. Ese oprobio para las mentes clasemedia nacionales (y peñaroles, siempre hay que nombrar a los dos en este país de idiotas del fúbol en el que vivimos), es el mejor sistema uruguayo creado jamás. La única industria que funciona con una perfección a prueba de —justamente— uruguayos. No hay otro ejemplo más parecido a algo que contenga un método exitoso en este país, sin embargo —o a lo mejor por eso mismo— renegamos de él.
El babyfúbol realiza una selección natural acelerada perfecta mediante la competencia feroz, universal y sin tregua, que filtra los cagones de manera implacable, aleja a los que dudan, flaquean, o carecen del deseo y la competitividad, y lo hace con una fuerza centrífuga que los deja apoltronados en un sillón comiendo papafritas y puteando jugadores por la tele el resto de sus días, o haciendo talleres de clown. Cero cagón, ce-ro, un fúbol libre de blanditos. Si tuviéramos un babyfúbol de vacas seríamos más que Nueva Zelanda.
No hay manera de que alguien con una psique endeble resista el rigor del babyfúbol. Por eso no existe el fubolista uruguayo cagón, no se esfuercen en buscar uno mentalmente. El mismísimo Charles Darwin estaría orgulloso de nuestra selección natural de fubolistas: desde los 3 o 4 años de edad todo niño es arrojado a un rectángulo con dos arcos, partimos del universo poblacional entero, no se escapa nada: ningún niño elude la red del fúbol, sabe que se arriesga a ser desterrado, denostado por su propio círculo afectivo; este efecto universal es único, hasta a los japoneses se les escapa algún gordo chico para la práctica de sumo, pero acá no porque la condena social es brutal. Y a partir de ahí, de esa captación completa, militarizada y obligatoria, empieza a funcionar el ecosistema en todo su esplendor, con cada agente cumpliendo su rol con agresividad, intenso, y ese entorno —no los quiero aburrir— nos hace una limpieza de niños cagones tan impresionante que a los 12 años no queda ni un solo botija que no esté apto para aguantar la presión. No sobrevive un solo chiquilín timorato, ni uno de los ejemplares débiles perdura más allá de los 12 años. A los 13 ya tienen un máster en presión deportiva, pueden ir a dar charlas a gente con ataques de pánico, adictos a las drogas, o niños que no pueden patear penales. Y a los 14 están prontos para jugar en primera, si son buenos ya cobran un sueldo y dejan el liceo. Perfecto. Después de esa edad se nos estancan porque ingresan en otra etapa, son parte de la biósfera recargada del lumpenaje de los clubes que ya es otra historia; pero la única razón por la que ese medioambiente de polución no los intoxica y los quiebra para siempre es el babyfúbol, que les forjó la personalidad, les hizo un cayo mental que no les entran ni las balas.
Por eso el fúbol sigue siendo la más exitosa de nuestras expresiones, y logra solapar todos nuestros defectos endémicos (imprecisión, desorden, desprolijidad, dejadez) que en el resto de las actividades nos condenan. Eso debimos haberles vendido a los chinos: nuestro Sistema Industrial de Producción de Jugadores de Fúbol, basado en el Modelo de Selección Natural Infantil cuyo nombre artístico y empresarial es “babyfubol”. A los chinos no les iba a espantar, quédense tranquilos, hay que saber con quién estamos hablando, no es para llevárselo a los finlandeses, pero en China iba a ser una sensación. En lugar de nuestro TLC imaginario podríamos haber hecho un buen negocio con los chinos instalándoles nuestra industria sin chimeneas más famosa allá, con las canchas de pedregullo, con los jueces, con los DT frustrados, con las madres y los padres de acá que les enseñen a las madres y padres chinos, todo.