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    Helena de noche

    Columnista de Búsqueda

    N° 1881 - 24 al 30 de Agosto de 2016

    El otro mundo reproduce eternamente las mismas injusticias que aquí lucen efímeras. Nos cuenta Virgilio que entre la laguna Estigia y el cruce de caminos que conducen al temido Tártaro se abre una región ocupada por cinco clases de almas pertenecientes a niños, a los condenados a muerte injustamente, a los suicidas, a las víctimas del amor y a los caídos en guerra. Se mezclan aquí las almas que han sufrido muertes prematuras y muertes violentas.

    En el libro VI Eneas se atreve donde ningún mortal se atrevió jamás (con excepción posteriormente de su émulo Dante), porque, como es notorio, a esas moradas se entra pero de ellas no se sale. El héroe, asistido por la Sibila, debía encontrarse con su padre, que habrá de contarle el destino que aguarda a su linaje. Pero en el camino por el trasmundo dio con su querido capitán Palinuro, con la infortunada Dido de tantos abrazos y con el traicionado Deífobo, hermano de Héctor y de Paris.

    La entrevista con Palinuro es emocionalmente intensa, pero muy informativa. Nadie sabía qué le había ocurrido al gran piloto en esa tormentosa noche en la que inducido al sueño por los dioses cayó al mar. Por contraste, el encuentro con Dido es decepcionante para los que esperan acción; de hecho, lo más importante no es el cruce de ambos personajes —uno muerto y el otro vivo— sino el monólogo de Eneas en el que expone las insalvables razones por las que abandonó a la reina cartaginense.

    Con la precisión de un entomólogo describiendo el temblor del ala de una mariposa recién atrapada, Virgilio registra la sucesión de reacciones de la reina a lo largo de la alocución del troyano. Las fases o peldaños de sus emociones valen más que todas las palabras: exhibe un semblante duro; después mira el suelo obstinadamente con la cabeza vuelta a un lado; después, como impulsada por un rayo, desarma su rigidez y echa a andar rápidamente; en vano Eneas le pide que no huya, que todavía no escape de él, que lo comprenda. Las expresiones amorosas del héroe y el silencio obstinado de Dido representan una exacta inversión de los papeles que ambos desempeñaron en Cartago, cuando la pasión los incendiaba y Eneas, conocedor de su destino, no sabía cómo ocultar su reserva.

    Antes del encuentro con el joven Deífobo hay un momento casi gracioso en medio del lastimero espectáculo de las almas de los que ya murieron, y es cuando Eneas resulta advertido por los soldados griegos, que se muestran atemorizados frente a sus relucientes armas, aunque esos metales ya no pueden volver a herirlos porque las espadas injurian preferentemente la carne y no las sombras. Cuando ve la figura de Deífobo, Eneas le advierte que está mutilado; no lo recordaba así. El príncipe le cuenta que fue herido en la noche fatal de la caída por el antiguo esposo de Helena, Menelao. Toda vez que debe nombrar a Helena, se sirve del epíteto “espartana criminosa” y la tilda de vil colaboracionista. Al parecer, y esto es lo interesante, luego de diez años en Troya, habiendo compartido el lecho primero con Paris y luego gustosamente con Deífobo, hermano del secuestrador, ella fue la primera en celebrar grandes fiestas cuando entró el caballo y en animar a todos los troyanos a embriagarse. Dice Deífobo: “Sabes bien cómo nos descuidamos la última noche entre alegrías engañosas: es preciso recordarlo siempre. Cuando el caballo fatal llegó en su salto a las alturas de Pérgamo y grávido trajo en su panza guerreros armados, ella guiaba a las frigias como en un baile entonando los cantos de Baco; ella misma sostenía en medio una antorcha enorme y llamaba a los dánaos desde lo alto de la ciudadela. Agotado entonces de preocupaciones y vencido por el sueño me retuvo mi lecho infausto y de mí se apoderó al tumbarme un dulce y profundo descanso en todo semejante a la plácida muerte. Entre tanto mi egregia esposa saca todas las armas de mi casa y había apartado de mi cabeza mi fiel espada: llama dentro a Menelao y le abre las puertas, pensando, sin duda, que este sería un buen regalo para su amante y así poder expiar la fama de antiguas desgracias”.

    Eneas va a quedar sin habla ante la magnitud de este relato. Virgilio no lo dice, no lo insinúa, pero detrás de las palabras de Deífobo y del cambio de clima que propone Eneas, que es impelido a seguir de largo, queda flotando la reflexión acerca de la cruel veleidad de las pasiones y el juego, extraño siempre, del deseo, del rechazo, de la atracción lujuriosa y de las sórdidas manipulaciones de la venganza.