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En caso de que tengas dudas o consultas podés escribir a [email protected] contactarte por WhatsApp acáConozco y aprecio al periodista Raúl Ronzoni desde hace muchos años, tanto por su carrera judicial como por su extensa y valiosa carrera periodística.
No obstante ese aprecio, no tengo el gusto de compartir sus afirmaciones respecto a la actuación del juez Alejandro Recarey publicadas en la edición de Busqueda del pasado 12 de octubre con el título Juez arbitrario tiene gremio solidario.
La supuesta arbitrariedad que se le atribuye al Dr. Recarey está referida a su decisión, en un notorio juicio de amparo, por la que dispuso la suspensión de la vacunación contra Covid-19 a niños menores de 13 años hasta que el Ministerio de Salud Pública cumpliera con su deber legal de examinar la composición del medicamento con el que se estaba practicando la inoculación e informar sobre esta a los potenciales vacunados.
No voy a ocuparme en esta breve carta de la discutible opinión de Ronzoni sobre el derecho de los jueces, como personas, a adoptar medidas de apoyo material a sus colegas afectados por situaciones personales o familiares angustiosas. Tampoco a la atribución —entiendo que errónea— de determinada filiación político-partidaria al actor y abogado patrocinante de esa causa.
Lo que sí entiendo necesario controvertir es la errónea concepción de la función de los jueces que campea en toda la nota.
Nuestro ordenamiento jurídico es parco a la hora de definir el papel social que se espera de los jueces, pero hay dos nociones claras. La primera es que les compete garantizar a todos los ciudadanos sus derechos fundamentales. Y la segunda es que deben asegurar el cumplimiento de las leyes.
El desempeño del Dr. Recarey debe ser analizado bajo esas dos premisas. Un juez no es médico, ni ministro, ni político ni científico. Su cometido es asegurar que el comportamiento de todos los ciudadanos, incluidos los médicos, los ministros, los políticos y los científicos, respete los derechos constitucionales y se ajuste a las normas legales que les son exigibles.
En su polémico fallo, Recarey dispuso dos cosas: 1) que el Poder Ejecutivo, por medio del Ministerio de Salud Pública, debía cumplir con el deber que le impone el artículo 2º de la Ley 9.202 (Ley Orgánica del MSP) de “contralorear la fabricación oficial y privada de sueros y vacunas”, cosa que el MSP no había hecho, puesto que no pudo acreditarlo cuando le fue intimado; 2) que se suspendería la vacunación de los menores de 13 años de edad hasta que el MSP cumpliera con ese deber legal.
La situación no podía ser más clara. El MSP aprobó la aplicación a menores de edad de un producto que no había contraloreado. Y el juez ordenó la suspensión de la vacunación hasta que ese deber legal se hubiese cumplido.
Ante esto, son irrelevantes las opiniones sobre la bondad o la maldad de las vacunas, incluidas las de otros jueces, políticos, periodistas o de los miembros de la Sociedad de Pediatría. La conducta de un juez debe medirse por su apego a las normas que regulan su labor, no con base en opiniones ajenas, ya sean periodísticas, políticas o científicas.
El otro error que se comete en la nota en cuestión se relaciona con el estatus jurídico de los niños.
Los adultos, en nuestro régimen legal, tienen derecho a inyectarse o consumir la sustancia que quieran. No así los niños. Los niños en nuestro derecho están en un régimen en que sus actos están bajo un doble control: el de sus padres y el del Estado.
Eso significa que tampoco los padres tienen la absoluta libertad de someter a sus hijos a cualquier tratamiento médico. Es necesario que ese tratamiento reciba el control técnico de las autoridades sanitarias, que deben informar a los padres y a la sociedad sobre el contenido del producto, sus posibles efectos y sus riesgos. Se llama “consentimiento informado”, está legalmente regulado y consiste en que todo tratamiento médico requiere que el paciente, o sus padres si el paciente es menor de edad, tengan pleno conocimiento de la composición y de las ventajas y riesgos del tratamiento. Sin ese requisito, estando el paciente o sus representantes legales lúcidos y en condiciones de decidir, todo procedimiento médico es ilícito.
En consecuencia, se falta a la verdad cuando se afirma que se privó a los padres de la libertad de dar a sus hijos el tratamiento que desearan. La libertad de los padres no se antepone a la seguridad de los niños. Y la seguridad de los niños requiere controles que el MSP no hizo e información que el MSP no proporcionó.
En síntesis, el Dr. Recarey actuó conforme a derecho al exigir al Estado el cumplimiento de sus deberes legales antes de habilitar una inoculación respecto a la cual se carecía de controles y de información adecuada.
Puestos a juzgar éticas profesionales, cabe decir que hay en estos momentos un hecho que ameritaría profunda investigación médica y periodística.
En Uruguay, como en la mayor parte de los países del mundo, según cifras oficiales, la mortalidad ha experimentado un aumento de entre un 20% y un 40% desde el año 2021, en que comenzó la vacunación contra el Covid-19.
Ese hecho, que no ha recibido todavía explicación ni investigación oficial, debería aconsejar más prudencia a la hora de juzgar la conducta del único juez que advirtió que las normas legales que amparan el derecho a la salud deben ser cumplidas, tanto por los particulares como por las autoridades públicas. Especialmente por las autoridades públicas.
Dr. Hoenir Sarthou
CI 1.395.447-0