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    Justicia de Júpiter

    Columnista de Búsqueda

    N° 1965 - 19 al 25 de Abril de 2018

    , regenerado3

    La Roma de los primeros reyes ha mezclado sus acontecimientos reales con fantásticas leyendas, dando por resultado un conglomerado de episodios que de una manera muy vívida consigue situar la épica de lo que significó a una pequeña aldea ir convirtiéndose en un factor de peso y poder en su región. La obra atribuida al sabino Numa Pompilius fue la de un gran reformador, el trabajo de alguien que tuvo pensamiento estratégico, que imaginó la vida no en la conquista o la tensión, sino en la paz y en el progreso. Tal vez el ateniense Solón o el espartano Licurgo podrían encontrar analogía con este lejano gobernante que dio leyes, autoridades, administración racional de los deberes cívicos, sentido de congregación y de unidad nacional a su pueblo. Tan importante fue la estela de reconocimientos que dejó que en tiempos de Cicerón circulara la especie, de imposible sustento cronológico, que Numia recibió las enseñanzas directamente del magnífico Pitágoras; las fechas obviamente no acompañan: uno de los dos tendría que haber vivido más de 150 años para que la cita hubiera tenido lugar.

    El rey que siguió, Tullus Hostillus, demostró que el péndulo es una de las figuras que mejor emblematizan la secreta lógica de la historia. A diferencia de su antecesor, que tenía cierta notoria distancia de las armas, este fue un guerrero feroz, un aventurero sin límites, un vehemente conquistador; consideraba que la fuerza era el medio y también la finalidad del poder. A su acción se deben algunas victorias sobre los terribles etruscos, a los que fue doblegando sin piedad en el curso de distintas asonadas en las que una tras otra fue sometiendo y humillando sus orgullosas ciudadelas. La única ciudadela que le planteó eficaz resistencia fue la ciudad de Alba Longa, antigua y temible rival de Roma, región que nunca aceptó el yugo de la irresistible expansión y que no solo mostró brava oposición, sino que amenazó varias veces con doblegar la entereza de los ejércitos romanos.

    Años de combates estériles y sangrientos llevaron a los bandos a pactar una solución inteligente y económica: en lugar de distraer la fuerza de los hombres en la milicia y perderlos sin solución, prefirieron organizar un combate singular entre tres miembros de cada patria; los albaneses serían representados por los hermanos Curiacios y los de Roma por los Horacios, también hermanos. El combate fue cruento y al principio veloz; los Horacios consiguieron herir con certeros golpes a los tres enemigos, pero los Curiacios enseguida se las ingeniaron para retroceder y recuperar fuerzas, y al volver al ataque mataron a dos de los Horacios. El que se mantuvo de pie no pensó que estaba en minoría frente a los tres de Alba Longa, sino que tenía a tres heridos que, si conseguía separarlos, serían de fácil resolución para su espada. Y así lo hizo, sirviéndose de una estratagema de confusión; enfrentado a cada uno, pudo matarlos a su aire.

    Hasta aquí la historia, o la leyenda, es de celebración y de gloria. Pero el relato indica que no siempre los deberes del ciudadano coinciden con los deberes del individuo, del miembro de una familia, del hijo o del hermano. Cuando este triunfante Horacio entra en Roma y es recibido con alborozo por la población y el rey, su propia hermana se lanza violentamente sobre él con reproches e insultos, porque había matado a su gran amor, que era uno de los Curiacios. Ciego de furia por la revelación y por el ataque, con un gesto rápido atravesó con su espada certera el pecho de su hermana y luego se puso a llorar desconsoladamente sobre su cadáver. Condenado a muerte, le fue conmutada la pena por sus servicios a la patria.

    Pero como los dioses no se conforman con la curiosa justicia de los hombres, Júpiter envió maldiciones al rey que había organizado toda la jugada sin ocuparse de rendir bien, con las ceremonias adecuadas, los debidos honores a los cielos. Tullus creyó que podía aplacar la ira con nuevas preces y ceremonias, e implementó aparatosas procesiones. Pero Júpiter no se dio por convencido, por eso cuando vio al rey satisfecho en su palacio y debidamente encerrado para no sufrir ningún ataque, envió un oportuno rayo para que las llamas lo devoraran. Esto ocurrió en el año 641 a.C y desde ese momento ninguno de los reyes de Roma se atrevió a tomarse a la ligera las advertencias de los dioses.