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En caso de que tengas dudas o consultas podés escribir a [email protected] contactarte por WhatsApp acá¿Habrá llegado la hora de exigir el respeto de nuestros derechos, antes de tener la desgracia de cometer un delito? Cada sociedad tiene el sistema penal que se merece y castiga a los infractores según su idiosincrasia. La criminología ha demostrado que cuanto menos desarrollada es una sociedad, mayor y menos diversificados son sus castigos. Las leyes de mano dura son más utilizadas en los países subdesarrollados, aquellos que no hacen uso (ni caso) de las estadísticas y datos empíricos.
En Uruguay todavía se mantiene vigente un sistema inquisitivo de juez único que contradice los tratados internacionales de derechos humanos suscritos por Uruguay. La pena de cárcel es prácticamente la única pena que se aplica. En Uruguay el inicio de un proceso conlleva —casi— como regla la privación de libertad, de modo que la prisión preventiva se desnaturaliza de medida cautelar a adelanto de pena (incluso los tiempos reales de detención cautelar se calculan según los parámetros punitivos del delito que se investiga). De este modo, la pena se cumple cuando el “imputado” goza del principio constitucional de inocencia y las alternativas a la pena (por ejemplo, el trabajo en beneficio en comunidad o la reparación del daño) se consideran en Uruguay como alternativas a la prisión preventiva cuya única alternativa en el resto del mundo es la sujeción al proceso penal en libertad.
La reforma procesal penal —suspendida en vigencia hasta 2017— cambia algunos aspectos de este sistema carente de lógica y contrario a los designios de la dogmática y la criminología (materia prácticamente desconocida en la universidad uruguaya, totalmente en sus aspectos empíricos), en tanto declara la naturaleza cautelar de la prisión preventiva (que en el futuro sólo debería aplicarse de forma fundamentada cuando existiera la necesidad procesal de privar de libertad mientras se diligencia la prueba) y en cuanto crea la figura de los jueces de garantías y juez de sentencia (incluso habrá quien se encargue de la ejecución de la pena). El fiscal ocupará finalmente el lugar del fiscal como contraparte del abogado defensor y la víctima podrá ahora aportar pruebas para la condena del autor, todo según una lógica retributiva-vindicativa dentro de un sistema acusatorio (de “enfrentamiento de partes”).
El nuevo sistema procesal penal, como se puede ver, no deja espacio alguno para los encuentros o los acuerdos entre los auténticos protagonistas de la tragedia penal: el autor y la víctima. El nuevo sistema penal trata a todos los delitos por igual, todos valen lo mismo y todos se diligenciarán de la misma forma, sin alternativas. No existe espacio para la reconciliación social, ni se entiende como función del sistema penal la consecución de la paz social. No hay espacio para lo que desde fines de los setenta se conoce como justicia restaurativa o reparadora. No hay espacio para la componenda del conflicto mediante una mediación o conciliación, la reparación voluntaria del daño a la víctima no puede ocupar el lugar de la pena (apenas y como ha sido siempre, se considera atenuante), no se otorga valor alguno a la asunción voluntaria de la responsabilidad (y no me refiero a la confesión), no se incentiva la resocialización como fin de la intervención del sistema, no interesa satisfacer los intereses de los involucrados en el conflicto social más grave.
Los uruguayos somos inflexibles y no vamos a cambiar. Seguimos pensando lo punitivo con mentalidad de subdesarrollados, considerando a los “clientes del sistema penal” como personas irracionales, los perdedores del sistema social, los carentes de “padrinos” o “amigos en el sistema”, los vulnerables, los que pueden o deben ser excluidos, los que no nos importan (tanto autores como victimas).
Ahora bien, como el nuevo sistema todavía no está vigente, estamos a tiempo de cambiar y agregar una simple modificación legislativa en la que se acepten las formas y mecanismos de justicia consensual, negociada, restaurativa, reparadora, resocializadora o como al legislador uruguayo mejor le apetezca (quizás, ampliando el principio de oportunidad procesal, así de fácil). Alguna institución del Estado debe tomar la iniciativa y exigir esta modificación del proceso penal, sin prisa y sin pausa, porque nos lo merecemos como sociedad.
Para que se entienda con un ejemplo. Hace días el padre de un conocido futbolista uruguayo causó la muerte en accidente de tránsito de una persona, en lo que la ley denomina “homicidio culposo”. ¿Por qué culposo? Porque no se quiso el resultado muerte, pero no se tomaron las diligencias debidas para que la muerte no se produjera (el venerado concepto de la “falta de previsión”). ¿Y por qué un conductor avezado no previó un posible accidente? Porque, como él mismo declaró, no era la primera vez que conducía un coche luego de haber ingerido interesantes cantidades de alcohol. Allí entonces reside el reproche penal: en el hecho de beber y conducir, conducta imprudente que puede causar la muerte de terceros. Pero una cosa es que allí resida el “merecimiento” del castigo y otra muy distinta es “cómo lo castiguemos” (necesidad preventiva). El sistema “justicia penal uruguayo” entonces hizo lo único que sabe y puede hacer: envió al conductor “homicida” a la cárcel (segregación social) y se olvidó por completo de las necesidades de las víctimas (invisibilidad social).
Y esto sucede por exclusiva culpa del legislador, no de la policía y de los jueces, que son meros aplicadores de la ley. Eso sí: lamentablemente de un modo absolutamente exegético e hijo del positivismo que domina la enseñanza del derecho en Uruguay (esto es culpa de la universidad y la ausencia de investigación. Total, cualquier abogado se licencia con el título de doctor, aunque no haya escrito una tesis doctoral).
En Uruguay, en el mundo del deber ser, no hay alternativas a la pena de cárcel y no importa la gravedad del delito cometido. En el mundo del ser, la familia del autor del homicidio culposo o imprudente, haciendo uso del sentido común y del de supervivencia (convivencia social pacífica y responsable) se puso en contacto con la familia de la víctima para “ayudar” del modo que fuere necesario a paliar el dolor sufrido, poniéndose a las órdenes de las necesidades reales de la víctima (sus familiares directos, que también son víctimas como bien surge de las sentencias de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, que en Uruguay generalmente se desconocen por los abogados y los operadores de la justicia), interactuó con las víctimas para “asumir voluntariamente la responsabilidad”, esa responsabilidad que el sistema no toma en cuenta ni le da valor alguno cuando “pondera” el castigo a “imponer” (porque sólo se piensa en función de la “imposición” de los castigos, no se piensa en la “autocomposición” o el “acuerdo”, no se está capacitado para pensar de ese modo, porque se piensa “lo penal” como venganza y retribución exclusiva del dolor y el mal con igual cantidad de “dolor y mal” infligido por el Estado en nombre de la víctima).
¿Hubiera el juez enviado a la cárcel al causante de esta tragedia si hubiera tenido otras formas de castigar? ¿No sería más beneficioso para la víctima y la sociedad toda (aun en caso de homicidios culposos y en muchos delitos dolosos también, todo valorado según la gravedad de acciones y consecuencias y según la voluntariedad de autor y víctima de componer el conflicto, su conflicto, no de los operadores de la justicia, el conflicto de las personas de carne y hueso no el conflicto ajeno de los funcionarios públicos) que las partes enfrentadas por el delito y sus consecuencias se encuentren y puedan seguir viviendo juntas mediante “acuerdos de reparación”, acuerdos de convivencia? ¿Por qué el sistema penal no se interesa por el día después a la pena? ¿Por qué no le interesan las personas involucradas? ¿Por qué hay que suponer que los acuerdos de reparación serán todos materiales, como si se tratara de una “compra de la libertad”?
Basta consultar los trabajos criminológicos sobre justicia restaurativa para ver que en gran cantidad de acuerdos la víctima se conforma y da por solucionado el conflicto con explicaciones del autor de por qué ha cometido el delito, por qué escogió a esa víctima, por qué lo hizo, qué lo llevó a cometer el delito, etc. Muchos acuerdos de reparación con la víctima culminan con el compromiso del autor de someterse a programas de desintoxicación de drogas legales o ilegales, programas educativos, laborales, trabajo en beneficio de la comunidad; en lo que la doctrina denomina “reparación simbólica”. Muchos acuerdos se sellan con un apretón de manos, un pedido de disculpas y una sincera solicitud de perdón. Otros, por ejemplo, cuando se trata de delitos contra la propiedad, por supuesto que se sellan con la devolución de lo sustraído, porque son las partes involucradas las “dueñas del conflicto”, de “su conflicto”. Y esto no es justicia privada, como seguramente dirán algunos defensores del castigo con “sangre y lágrimas”, sino que todos los acuerdos requieren del control de garantías y la homologación judicial, para darles eficacia de cosa juzgada.
Claro está que algo tiene que cambiar en la “cabeza” de los ciudadanos uruguayos para aceptar la responsabilidad de solucionar como seres adultos los conflictos más graves. ¿Estamos preparados para tener una justicia penal que satisfaga nuestras expectativas? Los uruguayos estamos acostumbrados a depender demasiado del Estado paternalista que nos dice lo que queremos hacer y nos “hace creer” que soluciona nuestros problemas y conflictos. Pero ese “Estado Bueno” (todavía en el siglo XXI, proclama política de amplios sectores, pero que fue condenado por el sistema interamericano en el caso “Barbani y otros”) se convierte en nuestro peor enemigo el día que “intencionalmente” o “por desgracia” violemos las normas legales que el Estado considera intolerables (delitos).
Y cuando llegue ese día, no podremos esperar clemencia de los jueces, porque el sistema no los ha provisto de mecanismos alternativos a la cárcel. Ese día sentiremos la furia del Leviatán y veremos cómo somos despojados de lo que el mundo civilizado considera como “derechos civiles” y “derechos humanos”, que quedan suspendidos durante el periodo de ejecución de la pena.
Yo no quiero vivir en una sociedad que no ofrece alternativas a la cárcel (pero tampoco quiero volver a vivir en el exterior). La pregunta que queda pendiente es si estamos preparados para confiar en nosotros mismos o si seguiremos permitiendo que el Estado continúe violando los derechos que sólo a nosotros nos pertenecen.
Dr. Pablo Galain Palermo