La abolición del contexto

La abolición del contexto

escribe Fernando Santullo

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Nº 2181 - 7 al 13 de Julio de 2022

Recuerdo un experimento que nos pusieron en la clase de Biología en secundaria: colocamos unos trozos de carne en dos recipientes de vidrio y los dejamos unos días al aire libre. Uno de los recipientes era un vaso de precipitados, con la parte superior abierta. El otro era un matraz, cerrado por arriba con un corcho y con una pequeña abertura en el extremo de un vástago. La idea del experimento era demostrar que la carne en el vaso de precipitados se corrompía más velozmente y era devorada por los gusanos que dejaban las moscas, mientras que el que estaba en el matraz demoraba en pudrirse y no tenía gusanos. Y eso era lo que efectivamente ocurría.

Si bien el experimento era para la clase de Biología, para mí siempre tuvo algo de demostración de la importancia del contexto en general: la boca ancha del vaso de precipitados permitía el fácil acceso de microbios e insectos, mientras que el matraz lo dificultaba hasta el punto de que la carne allí depositada permanecía semanas perdiendo su color, sin ser colonizada por ningún insecto y casi ajena a la degradación. En ambos casos era carne expuesta al medio ambiente, sí. Pero el tipo de recipiente en que estaba esa carne servía para explicar las diferencias que aparecían al cabo de un tiempo. El contexto nunca es ajeno a la hora de entender los procesos que observamos.

Y sin embargo, pareciera que estamos metidos de cabeza en una carrera para abolir el contexto como factor explicativo. Quizá no tanto en las ciencias duras, que siguen siendo exigentes al respecto, pero sí en las ciencias sociales o, peor aún, en nuestras interacciones sociales. Esa abolición resulta especialmente notoria en nuestra incipiente cultura de redes sociales virtuales. Cualquier frase puede ser usada como pedrada en la frente si se la aísla del contexto en que fue expresada. Basta con recortar adecuadamente sus bordes para que el emisor se convierta de forma automática en alguien cancelable. O basta con leer cualquier cosa expresada en otro momento con los estrictos ojos del presente para descalificarla, omitiendo el contexto en que dicha expresión fue realizada.

El resultado inmediato de esta ausencia de contexto es la moralización de la idea planteada en la frase. Esto es, pasamos a medirla según los parámetros morales del presente, no según los del contexto en que esas frase e idea fueron expresadas. Las calificamos según nuestro contexto actual, que en un acto digno de un prestidigitador consideramos universal e inalterable, obviando que nuestra lógica moral presente tiene una buena chance de ser un “atraso” en el futuro. Ese es uno de los problemas de la abolición del contexto: el ahistoricismo, que nos deja en una suerte de presente constante, sin trayectoria ni proyecto.

De hecho, la abolición del contexto es una de las claves de la cultura de la cancelación, esa que quienes practican con más entusiasmo dicen que no existe. Es gracias a la declaración de que el contexto no importa y que lo dicho tiene siempre un carácter absoluto que se puede cancelar a alguien por algo que dijo o hizo en algún momento del pasado. Como si la gente no se expresara de acuerdo con lo que es entendido como aceptable en determinado momento particular. Como si la circunstancia no existiera ni sirviera para entender (que no equivale a aplaudir o justificar) determinadas posturas o declaraciones.

Esto, entender las ideas en un contexto no implica justificarlas ni avalarlas, es algo que parece escapárseles a los promotores no asumidos de la cultura de la cancelación. Y esa incapacidad de percibir ese matiz seguro se relaciona con entender el presente como una foto fija y no como la escena móvil que realmente es. Y es que para percibir nuestro momento como la cúspide absoluta, como la culminación de todos los valores morales posibles y no como parte de una trayectoria móvil que no se detiene, es necesario abolir el contexto y la propia idea de la historia como un proceso sin final.

Este ahistoricismo nos hace juzgar ideas de hace 100 años con los valores del presente y despreciarlas por ello. Por ejemplo, si hace 100 años el gobierno uruguayo decía que era una ventaja para el país que no existiera huella de los indígenas que poblaban esta margen del Plata antes de la colonia, seguramente esa fuera una idea “normal” entonces. Más allá de que si ahora alguien sostuviera tal idea nos parecería detestable, no tiene el menor sentido juzgar la expresión de entonces con nuestra moral del presente. Es acusar al emisor de no ser algo que de ninguna manera podía ser.

Esta forma de entender de manera absoluta las ideas y usarlas para cancelar (que es una forma bastante espuria de borrar del debate a quienes no nos gustan) choca de frente además con la demanda implícita en la postura del cancelador. Porque lo que este exige es precisamente la necesidad de cambiar el punto de vista previo por el que él propone bajo amenaza de cancelación. De hecho, en eso consiste la deconstruccion for dummies que vemos pregonada en estos días en distintos ámbitos, incluidos los académicos.

Pero si no importa el contexto, si las frases y las ideas expresadas tienen un valor absoluto que debe ser moralmente repudiado, se excluye de hecho la posibilidad de que las personas efectivamente cambien de punto de vista. Te exijo que cambies porque si no te cancelo, pero a la vez sostengo que lo que alguna vez dijiste alcanza para cancelarte y entonces te cancelo. Esa es la trampa lógica que propone la cancelación y que se deriva de la anulación del contexto como clave explicatoria.

Quizá no resulte evidente pero la abolición del contexto supone también un problema político debido a las implicaciones que tiene para el ejercicio del debate de ideas. Si las ideas se presentan como fogonazos descolgados de las nubes, que simplemente deben ser desechadas por malas y porque “atrasan” (no hay muchas ideas más inconscientemente positivistas que esa), se hace imposible reconstruir la trayectoria que va de esas ideas a nuestro presente. Porque todos, incluido el más tosco cancelador de redes, estamos parados en hombros de gigantes. Unos gigantes que suelen ser, precisamente, autores de esas ideas del pasado que hoy despreciamos. Y que, contextualizadas como es debido, nos permiten ver la estatura real de esas ideas en aquel entonces.

El contexto importa. Para comprender fenómenos biológicos como el de la carne pudriéndose en distintos tiempos y formas debido al recipiente que la contiene. Y también para comprender las ideas que hoy nos interpelan, sea de manera positiva o negativa. Sin contexto no hay explicación, solo superioridad moral. Y la superioridad moral dificulta y mucho la posibilidad de la política democrática. Esa en donde las ideas deben demostrar que son buenas o malas en la discusión constante con otras ideas que comparten su misma pretensión.