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    La abuela de Talleyrand

    Columnista de Búsqueda

    N° 1955 - 01 al 07 de Febrero de 2018

    La carrera eclesiástica fue para Talleyrand apenas un detalle sin importancia. Es cierto que su luz comienza a brillar cuando representa los fueros del clero en los primeros tiempos de la Revolución, es verdad también que el título de obispo lo exhibió y lo utilizó con provecho para sus funciones diplomáticas y también, en no pocas ocasiones, para sus incesantes performances corteses y amatorias. Sería injusto ocultar que al principio de su existencia adulta algo del seminario se pegó en su alma, como también lo sería disimular que pasó muchos años rogando que el Papa le concediera derecho a no observar el celibato, tema con el que molestó a Napoleón a todas las horas hasta que consiguió que el emperador, en el colmo de su poder, integrara en el repertorio de los muchos temas especialmente sensibles que debió negociar con el sumo padre —entre los que se encontraban asuntos tan delicados como el estatuto de los Estados Pontificios, o la situación de los bienes del clero en Francia o el salario de los sacerdotes y obispos— la dispensa a Talleyrand a alternar sus noches con las damas que estime conveniente sin riesgo grande para la salvación de su alma.

    En sus Memorias (Editorial Desván de Hanta, que distribuye Gussi), en el capítulo que comprende los años 1754 a 1791, gasta unas cuantas páginas en celebrar el espíritu hondamente cristiano de su abuela, persona que consiguió imprimir (el sostiene “indeleblemente”, pero los aficionados a la historia nos permitimos dudar de la graciosa afirmación) el sentido de la piedad, el gusto sincero por asistir a los más necesitados. Copio un fragmento de las páginas 27 y 28 que ofrece una perspectiva de la formación de Talleyrand que será muy trabajoso encontrar en su desarrollo adulto, como es fama; dice así: “Al regreso de la misa nos dirigíamos a una vasta pieza del castillo a la que llamábamos “botica”. Allí se alineaban, sobre anaqueles, grandes potes, pulcramente conservados y que contenían diversos ungüentos, cuyas recetas existían de siempre en el castillo. Todos los años eran preparados cuidadosamente por el cirujano y el cura del pueblo. Había también algunas botellas de elixires, jarabes, y cajitas con otros medicamentos. Los armarios encerraban una considerable provisión de hilas y un gran número de rollos de viejo lienzo, muy fino y de diferentes tamaños. En la habitación contigua a la botica estaban reunidos todos los enfermos que acudían a pedir socorro. La señorita Saunier, la más antigua de las camareras de mi abuela, los hacía entrar uno a uno: mi abuela estaba sentada en un sillón de terciopelo; ante ella había una mesa negra de vieja laca; su traje era de seda, adornado con encajes. (…) Yo tenía el derecho de colocarme junto al sillón. Dos hermanas de la Caridad preguntaban a cada enfermo sobre su dolencia o herida. Las hermanas indicaban la clase de ungüento que podía aliviarlos o curarlos. Mi abuela señalaba el lugar donde se encontraba el remedio, y uno de los gentilhombres que la habían acompañado a misa iba a buscarlo, mientras otro traía el cajón con los vendajes. Yo cogía un trozo de lienzo y mi abuela cortaba algunas hierbas para hacer tisanas, vinos, drogas por alguna medicina, y siempre otros calmantes, de los cuales el que más le conmovía era alguna frase cortés y agradable de la caritativa dama que se había ocupado de sus sufrimientos. Farmacias más completas y doctas, incluso empleadas también gratuitamente por doctores de gran reputación no hubieran reunido, con mucho, tantas pobres gentes, y sobre todo no habrían hecho tanto bien. Les hubieran faltado los grandes medios de curación para el pueblo: la preocupación, el respeto, la fe y el reconocimiento”.

    El anciano que dicta las Memorias sin duda debe sentir alguna rugosidad en su corazón al evocar aquellos lejanos y felices días. Talleyrand está convencido de que la obra de su abuela era realmente curativa, más allá de ungüentos y brebajes; y tal vez tenga razón. “El hombre —escribe— es un compuesto de alma y cuerpo, y es la primera quien gobierna al segundo. Los heridos sobre cuya llaga se han vertido consuelos, los enfermos a quienes se ha demostrado que existe esperanza, están mejor preparados para su curación: su sangre circula mejor, sus humores se purifican, sus nervios se reaniman, vuelve el sueño y el cuerpo recobra su vigor. Nada es tan eficaz como la confianza, y esta se muestra en toda su plenitud cuando emana de los cuidados de una gran dama que polariza todas las ideas de poder y protección”.